domingo, 16 de abril de 2017

El deseo es deseo de desear


Seres hablantes, seres mortales, seres deseantes. Para tomar una primera punta del ovillo que nos permita aproximarnos a entender cómo la perspectiva psicoanalítica piensa el deseo hay que empezar por diferenciarlo de la necesidad y de la demanda. El concepto de necesidad está fuertemente asociado a las denominadas necesidades naturales. En los animales las necesidades son equivalentes a instintos que se satisfacen por un objeto propio que le corresponde. El animal tiene hambre (necesidad) y la satisface a través de aquello que le corresponde en la cadena alimenticia por su naturaleza (objeto). Pero en los seres humanos, atravesados por el lenguaje, esas necesidades quedan modificadas. Nosotros no tenemos contacto directo con el objeto de una necesidad, como ocurre en los animales; en los seres humanos, son las palabras las que interpretan necesidades. Entonces, las necesidades tienen que ser formuladas en palabras y en ese mismo acto, se pierden como necesidades naturales y se transforman en demandas. Esto ocurre mucho antes de que alguien pueda pronunciar palabras. Las demandas son interpretaciones del Otro. Para ejemplificar esto supongamos que un recién nacido llora. En primer lugar es la “función materna” que interpreta y dice: “tú lloras por hambre”, “tú lloras por frío”, u otras interpretaciones; al mismo tiempo, en eso, hay demanda: “come”, “abrígate”, “límpiate”, etc. La demanda no es demanda de objeto sino de una respuesta. Dice Lacan que toda demanda es demanda de amor. La demanda ha quedado alienada en la palabra en el campo del Otro. La interpretación siempre va a surgir del Otro, que el psicoanálisis identifica con el lenguaje. Sin embargo, esas palabras, que con sus significaciones nos interpretan, solamente pueden hacerlo en parte, hay un resto imposible de formular en palabras o en demandas. Ese resto imposible, eso mismo, es el deseo.
El deseo es lo que experimentamos como insatisfacción e imposibilidad. Las demandas se expresan en un anhelo o en las ganas de algo determinado o en las motivaciones, pero siempre el deseo va más allá de lo que podemos alcanzar. Para el psicoanálisis, el deseo implica un desajuste que no permite nunca una tranquilidad absoluta en nosotros, pero, al mismo tiempo, es lo que nos posibilita seguir viviendo, porque cuando creemos haber alcanzado lo que tanto deseamos, en un tiempo breve se vuelve a expresar la insatisfacción que nos pone nuevamente en marcha, es decir, nos lanza al deseo de desear. El deseo es deseo de desear.
Otra dimensión del deseo es su imposibilidad para ser conocido. El deseo no tiene contenido. Podemos saber lo que anhelamos, pero no podemos saber qué es lo que deseamos “en sí mismo”, porque “en sí mismo no deseamos nada”, las palabras nunca alcanzan a nombrar el deseo, siempre se nos escapa como la arena entre las manos. Es como decía Luca Prodan, en una canción de Sumo: “no sé lo que quiero, pero lo quiero ya”. En esta expresión podemos pensar la dimensión de insatisfacción e imposibilidad, pero además, la exigencia de realización.   

El deseo da cuenta de que somos seres en falta y esa falta se produce por la entrada en el lenguaje que nunca puede decirlo todo, y por eso ingresa la idea de mortalidad en los seres humanos y la experiencia de no completud. La falta es lo que organiza nuestra existencia y es lo que origina el deseo. Es por eso que hablamos de deseo solamente en los seres humanos, es por la entrada en el lenguaje que sabemos que morimos. El deseo surge de una experiencia del límite, de que somos seres mortales. Hay una relación entre ser deseantes y ser mortales. Borges en su cuento “El inmortal” presenta la vida de los inmortales como una vida en la que se ha perdido el deseo: si fuésemos inmortales, al infinito se darían todas las posibilidades y ya no habría deseo, no quedaría resto. Por eso la vida no es sin la muerte. Martin Heidegger, filósofo alemán, decía: “vamos viviendo la muerte a la vez que muriendo la vida”. Lo que el psicoanálisis llama deseo es eso que queda inarticulado en la palabra, es esa fuerza que nos impulsa a seguir deseando y a seguir viviendo.  

domingo, 2 de abril de 2017


El Otro con mayúsculas: el lenguaje.

El psicoanalista francés Jacques Lacan (1901-1981) planteó que Sigmund Freud (1856-1939) se anticipó con sus ideas sobre el lenguaje a los aportes del reconocido lingüista suizo Ferdinand de Saussure (1857-1913). Saussure descubrió que todo signo lingüístico (toda palabra) está formada por dos componentes: el “significado” y el “significante”. Por ejemplo, en la palabra “perro” se da la unión de un significado (concepto del animal, mamífero, cuadrúpedo, etc.) y un significante (fonemas, sonidos que forman la palabra p-e-r-r-o en castellano, y que en inglés se dice d-o-g, y así, irá variando en diferentes lenguas). 
Para Saussure el significado (concepto) tendría una mayor relevancia por sobre el significante (sonidos o fonemas, que cambian con los distintos idiomas). Para el psicoanálisis esa relación se invierte: el significante adquiere mayor importancia o primacía por sobre el significado. ¿Por qué se invierte esta relación? Porque la perspectiva del psicoanálisis considera que el significante p-e-r-r-o puede remitir a una multiplicidad de significados y no a un concepto único. Por ejemplo: “eres un perro” dicho a un jugador o a un cantante; “el perro de mi jefe”, o “tengo fobia a los perros” (en este último caso p-e-r-r-o remite a la historia singular de un sujeto).
Freud comenzó a escuchar en sus pacientes esos significantes que no hacían referencia a un concepto estable ni mucho menos a una realidad única.  Por eso, su visión sobre el lenguaje se diferenció de la perspectiva meramente lingüística. Freud no ha usado exactamente esos términos, ha sido Lacan quien desarrolló los supuestos del lenguaje en el psicoanálisis: el lenguaje ya no se entenderá desde la comunicación o la teoría de los signos lingüísticos, sino desde el poder que el lenguaje o las palabras tienen sobre los cuerpos para generar efectos de mundo, efectos que constituyen el yo y la realidad. El ser humano al nacer es sumergido en el baño del lenguaje: el Otro con mayúsculas. Lacan va a llamar al <lenguaje> el Otro con mayúsculas y lo diferencia del <semejante> que es el otro con minúsculas. El lenguaje (hablado, gestual, escrito, imágenes, otros) se apropia del recién nacido y sexualiza el cuerpo: se le pone un nombre, un apellido, se le habla, y no sólo se le habla, sino que se lo alimenta, se lo abraza, se lo protege con acciones, que pueden ser sin palabras, pero igualmente implican un lenguaje, el lenguaje de las caricias, del contacto; esto también es lenguaje para el humano. Para el psicoanálisis somos hablados, aunque “la ilusión del yo” es que somos nosotros los que hablamos.
Freud escuchó en esos significantes o en esas palabras los “síntomas” de un sujeto singular. Entendió como “síntomas” aquellos significantes que adquirían otros significados del establecido en una lengua y que, en el discurso del paciente, iban plasmando un sentido único y singular. Esas palabras que disuenan, que decimos (aunque no sepamos bien qué decimos), interrumpen la cadena de los significados que se producen conscientemente. Freud llamó a esas interrupciones formaciones del inconsciente: chistes, lapsus, síntomas, actos fallidos y sueños. De acuerdo a esto, el significante tiene que ver con un sujeto. El sujeto queda representado por un significante en relación a otro significante. El sujeto es <falto en ser> (no remite nunca a algo fijo, ni tiene un significado estable). Por eso, los significantes van otorgando significados, van cubriendo esa falta en ser, constituyendo el yo, a través de diversas identificaciones a lo largo de la vida. El Otro del lenguaje, el lugar de las palabras y los sentidos que se produzcan como consecuencia, nunca podrán representar al sujeto de un modo total o completo: siempre se deberá seguir hablando. El inconsciente está en relación con las palabras. Dado que las palabras son ajenas a nosotros, el inconsciente que plantea el psicoanálisis no es lo más interno a nosotros, sino todo lo contrario, es lo más externo. Por eso Lacan dice “el inconsciente es el discurso del Otro”.
De acuerdo a lo anterior, las palabras crean realidad y nos crean en tanto sujetos. Esto puede verse también desde una perspectiva sociológica e histórica, como dice el filósofo francés M. Foucault, somos <sujetos-sujetados>. Estamos sujetados al lenguaje, a las leyes, a las normas, a los valores de nuestra cultura, por eso, podríamos decir que no somos nosotros los que tenemos las palabras, sino que ellas nos tienen a nosotros. Los pensamientos, los sentimientos, son construcciones de las palabras, del lenguaje. Por ejemplo, una mujer del siglo XIX en nuestro país habría estado tomada por el discurso modelo de la época que, por ejemplo, la desvinculaba de la vida política; en cambio, si hubiese nacido en el siglo XXI estaría atravesada por el discurso que la constituye en la igualdad de los derechos políticos sin distinción de género. He aquí el poder del lenguaje, ese Otro con mayúsculas.  

Síntesis sobre el escrito freudiano “Psicología de las masas y análisis del yo”.

  Lic. Ariel Juan Bianconi Quiero comenzar contando la experiencia de una colega con una paciente: la analizante se quejaba de que su mari...