En la actualidad, parecería que está prohibido sentirse mal. Vivimos en una época donde el imperativo hegemónico expresa un mandato a “disfrutar”, a “ser sociables” y a “no parar”, aunque no tengamos ganas o nos sintamos cansados. Lo podemos ver en las publicidades, por ejemplo, “el dolor para, vos no”, mensaje dirigido tanto a un niño/a como a un anciano/a. Por supuesto, hay otra parte de ese mensaje que no se dice: “no pares, porque tienes que seguir consumiendo y produciendo”, para lo cual siempre habría en el mercado unas “vitaminas” o unos “tips” que te mantendrían activo. En un mundo donde está mal sentirse mal, la angustia es considerada una enfermedad, sin embargo, para el psicoanálisis esto no es así, como veremos, la angustia es la “posibilidad de parar”. Por eso, jugando con el eslogan, podríamos afirmar: “que el dolor no pare, para que vos puedas parar”.
Como dijimos, existen otras perspectivas no psicoanalíticas
que patologizan la angustia y la consideran “en sí misma” un problema, una
enfermedad, un trastorno a diagnosticar, por ejemplo, el denominado “ataque de
pánico” o “la crisis de angustia”, las diversas “fobias”, o el “trastorno de
ansiedad generalizado”. Las personas describen lo que se denomina ataque de
pánico como un momento en el que la angustia se expresa con mucha intensidad,
ya sea en manifestaciones somáticas (alteraciones del ritmo cardíaco y
sensaciones de ahogo, sudoración, vértigo) o en diversos sentimientos (la
sensación de una muerte inminente y el miedo de volverse loco o perder el
control). Sin embargo, el psicoanálisis -sin dejar de reconocer la dureza de
esos momentos- no asume esos diagnósticos. Para el psicoanálisis, el ataque de
pánico es una manifestación de la angustia, pero la angustia en sí misma no es
el problema.
También suele decirse que la angustia está asociada a la
percepción de la falta de sentido de la vida, sin embargo, habría que darle una
vuelta más a estas ideas, ya que el psicoanálisis lo plantea de otro modo.
Cuando decimos que “la vida no tiene sentido”, para el psicoanálisis se trata
de un momento de “exceso de sentido”[1]. ¿Qué significa esto? El psicoanalista argentino Osvaldo
Arribas lo explica de un modo claro:
Freud
tematiza la angustia respecto del desamparo,
la indefensión, de un estar sin recursos para responder frente a una demanda
excesiva para los recursos de los que disponemos. Y se verifica en miles de
situaciones, basta pararse con un pibe frente a un kiosco y preguntarle lo que
quiere, entonces, empieza a pedir los Sugus confitados, chocolates, esto y
aquello. Si uno le compra y le compra y pregunta “¿qué más…qué más?”, llega un
momento en que el pibe ya no sabe qué pedir y se angustia: “no sé qué quiero”,
porque quiere “más”, pero ya no sabe qué. ¿Por qué? Porque ahí ya no tiene
recursos para responder, en ese punto sobreviene la angustia. ¿Y qué significa?
Que, agotadas las demandas, falta la respuesta respecto al deseo.
Lacan hace
una articulación entre necesidad, demanda
y deseo. El deseo se articula en la demanda, pero a la vez, es
inarticulable, esto significa que el deseo motoriza la demanda, o sea, todo lo
que pedimos, pero llega un punto donde lo que no se puede articular es el deseo
–[el deseo es deseo de desear, más allá de cualquier demanda]-. ¿Se entiende?
Lo que resta inarticulado es el deseo, y en ese punto aparece la angustia,
porque ahí quedo confrontado al hecho de que no puedo articular respuesta sobre
el objeto de mi deseo. En este sentido, cuando el padre dice: “¡Basta!,
chocolates y caramelos y se terminó”, sostiene el deseo e impide que el chico
se angustie, lo sostiene en una posición deseante, porque el pibe se va a ir
pensando que quería más.
(…) El
deseo linda con la angustia, al agotarse la demanda de los Sugus, los
caramelos, los chocolates, etc., terminada la lista de las demandas se llega a
ese punto de angustia que tiene que ver con el deseo, con que la demanda no
agota lo que quiero pedir. Como decía
Luca Prodan en una canción de Sumo: “No sé lo que quiero pero ¡lo quiero ya!”.
Es una buena frase para expresar el deseo (Osvaldo Arribas, Rosario, 2007).
Entonces,
se mencionó primero la idea de “desamparo”. El psicoanalista francés Lacan
(1901-1981) rescata la idea de “desamparo originario” trabajada por Freud
(1856-1939) en la obra “Proyecto de una psicología para neurólogos”. El
desamparo originario es una idea que nos funda, que es constitutiva de nuestra
subjetividad, lo que implica la separación del Otro, la soledad, la pérdida, ¿pérdida
de qué?, de una completud, pero de una completud que nunca tuvimos, aunque perdimos.
De alguna manera lo intuimos, como dice la canción de Serrat “No hay nada más bello que lo que nunca he
tenido, nada más amado que lo que perdí”. En términos psicoanalíticos se
trata de la experiencia de la “castración”
o del “No Todo”. Si bien es cierto que la expresión “No Todo” puede resultar
paradojal, la tenemos que pensar vinculando dos cosas a la vez: el exceso y la falta, en una lógica que
asume la incompletud (una totalidad-incompleta que “excede” porque siempre tiende a cerrar aunque nunca lo logra y por
eso está siempre en “falta”). Veamos
el modo en que opera esto.
El deseo, por su propia operatoria, no se puede satisfacer.
Otra cosa es la demanda, la demanda es lo que se va articulando en la palabra,
siempre es una demanda que (in)articula un deseo. El psicoanálisis piensa
la angustia como signo del deseo, entendiendo
que “el deseo es el deseo del Otro”. El Otro
es un supuesto que organiza mi vida. Organizo mi vida como interpretación de lo
que creo que el Otro desea de mí (Otro con mayúscula, es decir, el
lenguaje, la cultura, los discursos de la época) y a través de los otros (semejantes con los cuales
convivimos, padre, madre, amigos, hijos, etc.).
Por
un lado, yo lo vivo “como si” fuese yo quien espera decir cuál es su sentido,
sin embargo, esos sentidos vienen del Otro.
Entonces, el Otro me funda en su
deseo. He sido deseado por Otro en
tanto interpreto “¿qué me quiere?” (me quieren para esto, para aquello, se
espera que haga esto o lo otro, etc.), sin embargo esto es siempre una
interpretación, por eso, dado que es una interpretación[2],
hay momentos en los que “no sé qué me
quiere”, no sé qué se espera de mí. Aparece la angustia porque en
definitiva no sé nunca con total certeza ¿qué
quiere el Otro de mí? (traducida cotidianamente como la pregunta: ¿para qué vine a la vida?). El
Otro no logra nunca expresar totalmente el sentido de la vida y por eso no
sé cuál es mi sentido.
Volviendo al ejemplo del Kiosco, se trata de una
experiencia que sin duda hemos tenido. En una primera escena, la pregunta es: “¿y qué más, y qué más….?”… “¿y qué más
puedo pedirle a la vida?”. Mientras yo pueda responder a lo que se espera,
porque tengo palabras para responder, continúo,…hasta que en algún momento,
cuando ya no tengo palabras para responder, ahí sobreviene la angustia, en
tanto que no tengo más respuestas, es decir, no puedo articular ninguna demanda
al deseo, ya no sé qué quiero, no sé cómo sigo, ya no sé qué puedo esperar de
la vida, en ese momento, quedo separado, solo, quedo desamparado. De acuerdo a
lo anterior, podemos decir que angustia y
deseo son dos caras del desamparo originario. La angustia y el deseo son
constitutivos de la subjetividad y expresan que hay un malestar originario, una
soledad originaria. La angustia y el deseo inarticulado están vinculados al “exceso”
y a la “falta”, lo que respecto al desamparo originario denominamos
“alienación” y “separación”. La experiencia de orfandad es la experiencia de separación
del Otro, nunca se logra estar
totalmente con el Otro, es la
experiencia de separación, de estar caído, de no estar integrado/a, siempre
falta algo, algo queda por fuera, soy el pato/a feo/a, soy lo que no tenía que
ser. En cierto modo, podríamos decir que
la angustia no se resuelve, expresa la condición humana, la condición de que el
sentido viene del Otro. Por eso, el
psicoanálisis podría hacer un “elogio de la angustia”, ya que en algún punto,
frente a la experiencia del desamparo, de la soledad, de la indefensión, la
angustia brinda una seguridad: la seguridad de que existimos, de que “esto
me está pasando a mí y a nadie más”.
Luego, el ejemplo del Kiosco propone una segunda escena, en
la que se dice: “¡basta, esto y aquello, nada más!”…hubo algo y algo faltó. Para
que haya deseo, algo falta. En tanto algo se
logra, se concreta lo anhelado, la angustia disminuye, a la vez que,
dado que algo falta, también nos posicionamos como sujetos deseantes.
Para el psicoanálisis, la angustia no es un problema sino
que la angustia da cuenta de la presencia del deseo; en otras palabras,
motoriza nuestra vida, impulsa a seguir. Suele
buscarse una evitación de la angustia, pero en eso, también, lo que se está
evitando es poder articular un deseo en una demanda. Entonces, se estaría
retrocediendo ante el deseo, y Lacan
sostiene no retroceder ante el deseo: “De lo único que somos culpables es de retroceder ante el deseo”.
El deseo tiene que ver con la sexualidad. En este punto es
importante remarcar la fórmula de Freud que expresa: “el retorno de lo
reprimido da cuenta de la represión”. Para entender esto hay que referir a
la sexualidad (no tenemos que reducir este concepto a genitalidad)[3]. En la época de
Freud, la represión pasaba por la sexualidad, a través de prohibir el ejercicio
del acto sexual; en nuestra época lo reprimido sigue siendo la sexualidad (paradójicamente
bajo la bandera de la liberación sexual) con un mandato a gozar en forma plena
con la exigencia de una satisfacción “total”. Esto último podría pensarse en el
orden del imperativo a “no parar”, como parte de un pretendido “control de la
felicidad”, idea cercana a la novela “Un mundo feliz” de Huxley. El psicoanálisis propone dejar de cumplir con el
imperativo opresor de “no poder estar mal”, plantea dejar de huir de la
angustia, no taparla, lo que, paradójicamente, implicaría un gran alivio[4].
Por otra parte, si bien es cierto que hay una cierta angustia
inevitable, propia de nuestra existencia humana deseante, también es cierto que
NO
nos sentimos angustiados en todo momento. Es una dinámica de toda la
vida ya que los sentidos que vamos encontrando resultarán siempre provisorios y
fluctuantes, se arman y desarman, en tanto que lo que hasta ayer fue importante,
hoy tal vez no lo sea, o viceversa.
El psicoanálisis se platea en oposición a “un extremo” que,
aunque tenga dos variantes, es el mismo: el “extremo gozoso del mandato pleno a
ser feliz”, y el “extremo gozoso de nada se puede”. El psicoanálisis no se
posiciona en la resignación (resignación sería decir, bueno, la angustia es
intrínseca al ser humano, no hagamos nada), no se posiciona en vivir la vida
como un lamento o una melancolía por el desamparo de la existencia. Que quede
claro: el psicoanálisis plantea una “posición ética”. Freud en “Duelo y
melancolía” sostiene que lo que ahora se denomina depresión es una “cobardía
moral”, porque en definitiva el cobarde es el que no juega su castración, no
puede jugar su querer porque teme perder y principalmente, teme que las
consecuencias recaigan sobre él, es decir: si sale mal, voy a ser el único
responsable, no voy a poder echarle la culpa a Otro, por lo tanto, no soporto el desamparo, me refugio en el Otro (al que también puedo echarle la
culpa). Lo contrario a esto es soportar algo del desamparo, bancarse que las
consecuencias recaigan sobre uno, y si sale mal, asumirse como responsable. Salir
de la “cobardía moral” es jugársela por un querer, es una apuesta por un acto del sujeto.
El psicoanálisis ofrece la posibilidad de asumir algo de
esto. En palabras del psicoanalista y escritor Jorge Alemán, se trata de que
cada uno viva su (in)felicidad de la mejor manera que pueda.
La experiencia de la angustia en cada sujeto toma una forma
singular y sólo en contacto con ella, atravesándola, es posible crear algo
nuevo y original.
En síntesis, el psicoanálisis, ante la angustia, no ofrece
estrategias de evitación, ni consejos; lo que ofrece es la
posibilidad de hacer una experiencia de sujeto, de no retroceder ante la
verdad del deseo, de descontarse de mandatos opresores, por ejemplo, los que
prometen una fórmula dada, estandarizada y mercantilizada de cómo ser feliz,
como dice Jorge L. Borges en un poema llamado 1964: “Ya no seré feliz. Tal
vez no importa. Hay tantas otras cosas en el mundo”.
Ariel J. Bianconi. Psicoanalista.
Este texto se escribió para el curso "Cuerpos Angustiados" dictado en Río Grande, mayo de 2019 .
[1] El tema
es que vivimos siempre en el sentido (aunque no haya un sentido único de la
vida). Aquél que dice “mi vida no tiene sentido”, está ya dando un sentido. Hay
que pensarlo de modo relacional: la “falta de sentido” es un “exceso de
sentido”.
[2] El Otro es una interpretación,
por lo tanto, el Otro no existe sustancialmente, o directamente, el Otro no
existe.
[3] El ser
humano nace con un aparato genital pero no nace “sexualizado”. La sexualidad se
inicia desde los primeros momentos de la vida y constituye la forma humana de
estar en el mundo; desde la infancia a la ancianidad. Por ejemplo, en el acto
de la succión en el recién nacido, Freud observó placer, es decir, el acto de
comer está sexualizado y cuando el bebé ha dejado de alimentarse sigue
succionando su pulgar. En esto hay un “exceso” que Freud piensa como
“sexualidad”. Las relaciones entre cuerpo y sexualidad se irán aclarando en
otras lecturas.
[4]
En función de lo que hemos venimos
señalando, el psicoanálisis puede interpretar o leer de otro modo las
crecientes manifestaciones de lo que se denomina ataque de pánico: cuanto más
se intenta tapar la angustia, más fuerte vuelve a aparecer. Para el psicoanálisis, acallar la angustia es, en verdad,
problemático, porque es el intento de apagar la experiencia del deseo.