En
el cuento “Educación de Príncipe”, de
Julio Cortázar, cuando un cronopio tiene un hijo cree que es el “pararrayos de la
hermosura” y se inclina ante él en “respetuoso
homenaje”… “El hijo, como es natural,
lo odia minuciosamente”… “el pequeño
cronopio odia empecinadamente a su padre y acabará por hacerle una mala jugada
entre la primera comunión y el servicio militar. Pero los cronopios no sufren
demasiado con eso, porque también ellos odiaban a sus padres, y hasta parecería
que ese odio es otro nombre de la libertad o del vasto mundo”.
¿Por qué ese “odio” podría ser entendido como otro nombre de la
libertad o del vasto mundo? Intentaremos una respuesta desde el psicoanálisis a
partir de referirnos a la agresividad. Freud ha mostrado que las relaciones de agresividad
se basan en la lucha del yo en la
búsqueda de afirmación y reconocimiento a través de una imagen propia que tiene
que construir. Solamente
podemos construir una imagen propia en relación y en contra de la imagen de los
otros; esto es conflictivo e implica agresividad. Aunque nos parezca raro, esa
experiencia nos acompaña toda la vida. Toda imagen es frágil y provisoria, está
siempre amenazada de perderse, lo cual genera estar a la defensiva o al cuidado,
y esa es la explicación de la agresividad como una dimensión constitutiva de
nuestra subjetividad. Lo podemos ver en la vida cotidiana, por ejemplo:
criticar o “sacar mano” a otros puede ser un recurso que alguien tiene para
afirmarse en su yo y es una manera de poder decir que “no” a ese otro,
separarse y subjetivarse. Es paradojal porque en esa crítica por la que alguien
busca separarse se pone, al mismo tiempo, en vinculación con el otro. Un
ejemplo más de que las imágenes son relacionales se observa cuando un niño le
pega a otro y llora él mismo, diciendo que es a él que le pegaron, y no porque
esté mintiendo, sino porque en cierto momento no tiene claro cuál es su imagen
y cuál la del otro (Lacan lo llama fenómeno del transitivismo). Esto queda más expuesto en la niñez aunque es un
fenómeno que nos acompaña toda la vida: a veces las imágenes entre el yo-tú se desdibujan. La imagen propia, -o la del otro-, siempre resulta movilizante:
que alguien no te mire a los ojos cuando habla es algo que suele
desconcertarnos, o en otros momentos, mirar a la cara al otro se nos hace
difícil. La imagen propia está continuamente amenazada de fragmentación, por
eso nos miramos en el “espejo del otro” todo el tiempo y nos angustia a veces la
imagen que pueda tener de nosotros, qué es lo que pueda pensar, decir o creer.
Por
otra parte, la agresividad podrá tomar diferentes formas. Puede ocurrir a veces
que aquello que rechazamos de nosotros resulta puesto “afuera” en el otro; es
decir, lo que se está odiando es lo que pusimos de nosotros en el otro, y esa
es una manera de tramitar la agresividad, aunque no consciente. También puede
suceder que aquello que no se pone afuera, se niega, y entonces es una
agresividad que se vuelca sobre el propio yo. Por ejemplo, la sobreadaptación
de un niño que cumple con todos los mandatos, suele ser visto como algo
deseable por las normas sociales, pero implica un monto de agresividad contra él
mismo y sus tendencias. Es fundamental poder asumir “algo” de nuestra
agresividad, ahí se juega la singularidad sin recetas. Cuando la agresividad no
es asumida puede retornar en una mayor agresividad y en violencia. La violencia,
en tanto que agresividad no asumida, es una forma de debilidad; el violento es
un sujeto impotente, que rehúye responsabilizarse, y como todo lo negado, se
torna violento.
Volviendo
al cuento cabe decir que hay imágenes idealizadas, por ejemplo, cuando un hijo
es considerado “el pararrayos de la hermosura” se torna una imagen demasiado
agobiante o asfixiante. Por ello, el sujeto requiere agresividad para poder
constituirse, para poder descontarse, necesita decir “no” a los mandatos
familiares, culturales y sociales, para lo cual también es necesario que haya
quienes reciban y “se banquen” ese no, otros que soporten ese lugar. En el
cuento, los “cronopios padres/madres” no sufren demasiado el “odio” de sus
hijos, porque ellos mismos antes “odiaron” a sus padres. Esto puede ser muy
conflictivo, pueden ser un “no” dicho desde las malas notas en el colegio, o
desde el mal comportamiento en cualquiera de sus formas. La agresividad como
experiencia subjetiva es el modo de liberarnos del Otro, en todas sus formas: padre,
maestros, compañeros, de la cultura, de la sociedad y por supuesto de los
ideales impuestos. Entonces, empezamos a vislumbrar por qué ese “odio” podría
ser entendido como otro nombre de la libertad: solamente porque hubo un adulto
que soportó el “odio” del pequeño cronopio (como contracara paradojal del amor)
fue posible un “cronopio” lanzado al deseo, capaz de decir sí al vasto mundo y
a la libertad.
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