sábado, 11 de febrero de 2017

ELOGIO DE LO INCONSCIENTE


Uno de los conceptos centrales en el discurso psicoanalítico es el de Inconsciente. Una idea cotidiana que circula sobre el Inconsciente es que es <lo opuesto> a la Consciencia: se dice que el Inconsciente es “algo oculto”, “algo escondido dentro de la cabeza” o lo “sub-consciente”, lo que estaría “debajo de la consciencia”. Estas afirmaciones frecuentes están basadas en la difusión corriente de algunas lecturas de los textos freudianos por parte de distintos seguidores. Aquí nos centraremos en la interpretación que hizo el psicoanalista francés Jacques Lacan (1901-1981) sobre el concepto de Inconsciente en Freud, interpretación que se diferencia ampliamente de esas ideas que circulan cotidianamente.
Para Lacan, el Inconsciente que plantea Freud <no es lo opuesto> a la Consciencia. El Inconsciente es una hipótesis que a Freud le permite pensar el malestar. A finales del siglo XIX y en las primeras décadas del siglo XX Freud piensa el Inconsciente a partir de lo que sus pacientes <dicen> sobre sus propios malestares, principalmente en mujeres con manifestaciones orgánicas: parálisis, cegueras, tics nerviosos, alucinaciones, fobias y principalmente, angustia. Freud toma eso que dicen sus pacientes como síntomas. Ante estos síntomas o discursos sobre el malestar, han surgido diversos intentos de respuesta. Por un lado, podemos agrupar aquellos enfoques centrados en la <Consciencia>, y por otro, el discurso psicoanalítico, centrado en el <Inconsciente>.
 En primer lugar, analicemos la respuesta por la Consciencia. Es común escuchar que ante determinados problemas las propuestas de solución apuntan a la “concientización”, por ejemplo: “los jóvenes tienen que estar informados y saber qué cosas les hacen bien o qué cosas les hacen mal” o “los adultos, los padres, los educadores deben generar conciencia de tal o cual situación”, y así podríamos hacer una lista muy larga de todo aquello de lo que tenemos que ser conscientes. La idea de Consciencia implica “entrar en razón” y “La Razón” se supone igual para todos: se supone que todos los seres humanos razonan de la misma manera, y que, si son racionales, deben ser conscientes de lo que les hace bien y de lo que les hace mal, al mismo tiempo que, se supone, buscarán equilibrar su situación dentro de la normalidad e intentarán evitar lo patológico (enfermedad). En buena medida, los programas de prevención (contra el consumo de drogas o el contagio de VIH, etc.) están pensados en esta lógica de la concientización. Son muy importantes esas campañas, especialmente por la información que brindan; sin embargo, como todo, tienen limitaciones, también fallan o resultan insuficientes. Es posible observar que en muchas ocasiones, a pesar de toda la información que se tenga, y de que se esté consciente de cuánto perjudica algo, se continúa reiterando la acción. Todos tendremos experiencia de habernos propuesto metas, objetivos, conscientemente racionales, y sin embargo, fallar en el intento de cambiar hábitos, conductas, formas de ser. Un ejemplo claro es el tabaquismo: las imágenes terribles en las cajas concientizan sobre efectos dañinos para la salud y a pesar de eso se sigue fumando. Para pensar esto, un punto clave es que en las propuestas de concientización la información es general, para todos y para cualquiera. Las consignas de formar consciencia están pensadas para “un destinatario común”, es decir, una generalización en base a una visión homogénea y unificada de lo normal y lo patológico. Estas limitaciones de la concientización abrieron la posibilidad de pensar el malestar desde otra perspectiva.
Analicemos ahora el planteo del Psicoanálisis. Lo Inconsciente está relacionado con nuestros propios síntomas. Para los psicoanalistas, el síntoma no significa patología o enfermedad; el síntoma es lo que cada uno manifiesta como aquello con lo que “no puede”: mi alcoholismo (no “el” alcoholismo, no “todos” los alcohólicos), mi adicción al trabajo (no “la” adicción al trabajo), mi fobia al avión, etc., o todo aquello que <cada uno nombra como su propio síntoma o malestar>. El concepto de Inconsciente implica que no hay dos fumadores iguales o dos alcohólicos iguales, y que lo importante es pensar qué lo hace fumar o alcoholizarse a <este> sujeto que se pregunta por su condición.  
Al mismo tiempo, el Inconsciente tiene que ver con un límite, queda articulado como aquello que “nos descuenta” de lo que “se debe” (o de lo que es común o normal) según los ideales de cada época. Es cierto que no hay época sin síntomas ni sin malestar, como dijo Borges: “le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir”; sin embargo, el malestar siempre se expresa en relación a una singularidad, al contexto de a una historia singular (a la cual no es aplicable ninguna receta). Lo Inconsciente es la posibilidad de una singularidad construida en las experiencias vividas en cada historia, por ejemplo, alguien que no tiene posibilidades de viajar en avión no va a tener fobia a volar.
De acuerdo a lo anterior, para el Psicoanálisis lo que existe es la <pura singularidad>. Esto no debe confundirse con el planteo cotidiano de que cada uno es “único e irrepetible”. Tampoco es la singularidad en el sentido de una diferencia relacional con los otros, por ejemplo: “me diferencio de mi padre en el carácter”; o la idea relativista de que todos somos diferentes. Esta singularidad de la que hablamos es la “pura diferencia”:  es la diferencia con uno mismo, en tanto que nunca soy el mismo cuando comienzo a hablar, no soy el mismo de ayer ni seré el mismo mañana, algo que tampoco puedo prever. En palabras de Borges:Quizá haya enemigos de mis opiniones, pero yo mismo, si espero un rato, puedo ser también enemigo de mis opiniones”. Nunca podrá aferrarnos completamente una clasificación, siempre algo sobra o falta, es como Freud piensa el Inconsciente, aquello que se escapa a lo clasificable, contable, medible, programable. Por otra parte, algo muy importante que cabe destacar es que, para el Psicoanálisis, al mismo tiempo que expresan un malestar, esos síntomas “se necesitan” (al menos en ese momento singular de la vida de cada uno) porque son los que, a la vez, construyen un sentido y permiten soportar la vida. El síntoma es una manera dolorosa de articulación de un deseo. En definitiva, Lacan interpreta que lo Inconsciente para Freud es un “no” a perder la singularidad. Donde otros ven una patología común, el Psicoanálisis puede escuchar un “deseo singular”. Es por esto que podemos hablar del “elogio de lo Inconsciente”.  

sábado, 4 de febrero de 2017

EL ESPEJO Y YO

Ariel Juan Bianconi. Psicoanalista.

Es común que pasemos bastante tiempo delante del espejo, habrá quienes más y quienes menos, pero todos dedicamos tiempo diario para vernos un instante. ¿Pensaste alguna vez que nunca hemos podido ver nuestro cuerpo por completo y que la imagen que tenemos de nosotros mismos es la que nos viene del espejo? Hay partes de nuestro cuerpo que no podemos ver de modo directo, por ejemplo, jamás veremos nuestro propio rostro. A través del espejo nos hemos formado una imagen del mismo, imagen que además se mostrará invertida, aunque muchas veces no nos demos cuenta de ello, por ejemplo: nuestro ojo derecho, en el espejo, se verá del lado izquierdo. ¿Por qué es importante esa imagen corpórea para el Psicoanálisis? Porque la imagen en el espejo es fundante del “yo”.
El “yo” es una construcción. Esa construcción está compuesta de la “imagen” que nos viene del espejo y de las “palabras” que nos dirigen los otros.
Jacques Lacan (1901-1981), psicoanalista francés, explica lo anterior a partir de lo que denomina “estadio del espejo” como momento formador del “yo” en el recién nacido. No nace un “yo”, en el momento del nacimiento sólo hay vida biológica. A partir del sexto mes y hasta los 18 meses, el bebé empieza a prestar atención a la imagen que aparece en el espejo. Esto es diferente en los animales, la imagen reflejada les resulta indiferente o amenazante (por ejemplo, el perro ladrará o se asustará al ver “otro” perro). En la medida en que pasan los meses el espejo fascina al bebé cada vez más, se vuelve un objeto de su investigación: mira detrás, le sonríe, despierta su curiosidad. El espejo le da al bebé una imagen de sí mismo. Pero además de la imagen que ve en el espejo, de modo simultáneo, el bebé necesita que haya alguien (los padres por lo general) que le diga: “ese que está ahí, en el espejo, sos vos” o frases parecidas que le señalen que la imagen del bebé que está viendo es él/ella. Esas frases expresan las expectativas de los adultos sobrepuestas a la imagen.
Las expectativas, sean cuales fueren (de valoración favorable, de rechazo, de indiferencia, de exclusión, etc.) provienen de “otros” y son necesarias para la constitución de un “yo”. Los otros pasan a marcarnos esa imagen como “nuestra imagen” y a la vez se convierten en “espejos” en los que nos miramos a diario, que marcan lo que somos e incluso aquello que deberíamos llegar a ser. Por ser imagen que proviene de otros dependerá siempre de la mirada de los demás y esa dependencia hace que esa imagen pueda sentirse amenazada, no reconocida o no valorada. Esa imagen de nosotros que viene de afuera es lo que terminamos sintiendo como lo más propio y lo más íntimo: el “yo”. En ese sentido, “somos” esa imagen de nosotros mismos. Pero esa imagen no alcanza nunca a expresarnos plenamente, y por eso, siempre está, y estará, en conflicto: el “yo” es intrínsecamente conflictivo. Lo contrario a esta idea sería la de un “yo” como unidad completa y armoniosa, sin embargo, nuestra experiencia cotidiana lo desmiente: estar vivo duele.
Mientras estemos vivos estaremos persistentemente construyendo un “yo” que tiene que organizarse como tal, requiere constantemente mantenerse en su organización o identidad; la misma resultará siempre precaria ya que, como hemos dicho, procede de afuera y el afuera es cambiante (“migré”, “envejecí”, “conseguí empleo”, “el jefe ayer me saludó, pero hoy no”, “me divorcié”, “atravesé un duelo”, “me enamoré”). En síntesis, no nace un “yo” ni se constituye definitivamente un “yo”, es una construcción que estará siempre armándose y desarmándose. La angustia da cuenta de eso.
Entonces, el psicoanálisis plantea el “yo” a partir de dos dimensiones: a) una dimensión imaginaria: el yo es la imagen reflejada y luego interiorizada de nuestro cuerpo en el espejo; b) una dimensión simbólica: además de la imagen, son necesarias las palabras del Otro. El yo es una instancia que se construye a través de las palabras. “Yo” o “tú” son términos que no significan nada (son “vacíos”) hasta que un hablante los usa (“dice yo”) en un contexto, es decir, en la dinámica de un diálogo, en un acto de “enunciación”. Como señala el lingüista francés Emile Benveniste (1902-1976): es “yo” quien dice “yo”. El enunciado “yo” tiene sentido siempre en relación a un “tú” (no-yo).  De acuerdo a esto, el “yo” y el “tú” ubican posiciones en un discurso, posiciones que asumimos cada vez que hablamos/escuchamos.
De acuerdo a lo anterior, el Psicoanálisis se diferencia de otros planteos, a los cuales, sin embargo, respeta. Existen otras perspectivas que consideran que el “yo” está vinculado a un alma espiritual o que entienden a la persona como una entidad esencial o que sostienen que el yo nace con un temperamento hereditario. Para el Psicoanálisis es fundamental pensar el “yo” como formación, en parte por las consecuencias que puede extraer de ello: si nacemos y el “yo” es una construcción, entonces nadie nace “inteligente”, “bueno”, “malo”, “homosexual”, “heterosexual”, etc. Si no somos algo naturalmente dado, entonces es posible pensar legítimamente múltiples modos de vida y diferentes modos de ser humanos. Esta es una “buena noticia” porque permite pensar formas de vida menos opresoras en oposición a aquellos mandatos naturalizados y pretendidamente únicos de cómo se debe vivir.



Lo humano, un anudamiento de tres: Simbólico, Imaginario, Real

 Lo humano, un anudamiento de tres: Simbólico, Imaginario y Real.
Es común escuchar que el ser humano está compuesto por dos partes que se suponen separadas: cuerpo y psiquis (o mente). Esta división tiene que ver con la tradición del pensamiento occidental en la que confluyen la filosofía griega y la religión judeo-cristiana. El filósofo griego Platón (427-347 a. C.) sentó las bases de una antropología dualista: el hombre es un compuesto de cuerpo y alma. El cuerpo fue pensado como “cárcel” del alma. Esta idea de la filosofía griega impactó en la tradición judeo-cristiana, en teólogos como S. Agustín (354-430 d. C.) entre muchos otros, y reafirmó la dualidad en la concepción del hombre.
Otro filósofo, René Descartes (1596-1650), considerado el pensador que dio origen a la filosofía moderna, continuó la tradición al dividir la realidad en dos tipos de sustancias, cada una independiente de la otra: la “sustancia pensante” (el alma), consciente de sí misma (es decir, auto-reflexiva: no sólo “sabe”, sino que además “sabe que sabe”) y la “sustancia extensa” (el mundo exterior y el cuerpo), cuantificable y medible. En gran medida, esa separación se trasladó a las ciencias modernas, particularmente en el campo de la salud. El cuerpo, en manos de la medicina, y la mente, a cargo de la psicología.
Ese dualismo “cuerpo” y “mente” comenzó a ser cuestionado por los planteos de Sigmund Freud (1856-1939) y principalmente por los de su continuador, Jacques Lacan (1901-1981), al pensar lo humano a partir de “un” anudamiento entre tres registros: lo simbólico, lo imaginario y lo real. ¿Qué significan estos registros?
Lo simbólico está en relación con el lenguaje. El ser humano nace sin lenguaje, en un mundo en el que el lenguaje lo precede y le es “exterior”; por eso se puede pensar el lenguaje como un Otro (con mayúsculas). Por lo tanto, el lenguaje (el discurso o la palabra) no es “natural” al humano, el ser humano necesita “entrar en el lenguaje”. El lenguaje, a través de diferentes discursos, es el que organiza lo que llamamos  “realidad”, pero no sólo organiza las cosas sino también al mismo sujeto hablante. “Somos hablados” por los discursos que nos preexisten, pero estos discursos no pueden expresarnos completamente. Esto rompe con la idea moderna de que el sujeto habla con total autonomía y que controla de modo plenamente “consciente” aquello que está diciendo. Lacan interpreta “lo inconsciente” freudiano en base a esta imposibilidad de poder decir el “todo”, y señala: “el Inconsciente es el discurso del Otro”. Esto se vincula con la conceptualización que Lacan hace de lo real.  Lo “real” se debe distinguir de la “realidad”. La realidad es discursiva, en cambio, lo real es aquello que queda “por fuera” de lo simbólico o de la palabra, es lo que permanentemente queremos aprehender a través de las palabras y siempre se nos escapa (aquello que “no cesa de no inscribirse”). Cada vez que hablamos intentamos decir algo, pero al mismo tiempo hay algo que sentimos que no hemos podido decir, e insistimos, y seguimos hablando, a través de los siglos, sin que se detenga esa condición de los seres hablantes, sin que se alcance la última palabra.
El registro de lo imaginario refiere a las significaciones y a las imágenes que los seres humanos se hacen de la realidad, del mundo y de sí mismos. Estas significaciones e imágenes están condicionadas por los discursos del orden simbólico, es decir, por el Otro. En esta línea de pensamiento, la máxima de Sócrates “conócete a ti mismo” es un imposible, porque la imagen que poseo de mí pasa por la imagen que el Otro me da de mí. Por ello, no hay un yo plenamente “propio”, el yo es la alienación en la imagen del espejo, nunca me pude ver a mí mismo tal cual soy. Por ejemplo: la “belleza” no es una realidad absoluta, las significaciones e imágenes de la belleza se construyen a través del “espejo de la cultura”; en el siglo XIX se plasmaba en un cuerpo robusto y en el siglo XXI a través de la delgadez.   
Estos tres registros, presentados a grandes rasgos, vienen a poner en entredicho la tradición dualista del cuerpo y la psiquis.
El cuerpo es “un” anudamiento entre tres: a) El cuerpo especular es el que nos devuelve el espejo, aquel que nos apropiamos imaginariamente, pero que siempre resulta externo. Es el cuerpo en el que nunca nos terminamos de reconocer. b) El cuerpo de la palabra, creado por los discursos que nos atraviesan. Es el cuerpo que la civilización dice que debemos tener: “joven”, “atlético”, “activo”, etc.  c) El cuerpo real, no se puede conceptualizar, es aquél al que no tenemos acceso pero que no deja de insistir en ser registrado. Es el cuerpo del malestar o de la angustia, que insiste, incluso cuando a veces no lo queremos escuchar o lo intentamos acallar. Es el cuerpo de las histéricas que atendió Freud en sus comienzos, cuerpos no dóciles a los ideales de la época. Este es el cuerpo que desarticula aquello que “se debe” socialmente.
De acuerdo a lo anterior, el cuerpo es un anudamiento que configura lo humano. Somos cuerpo. Tanto el cuerpo como la mente dejan de pensarse como “partes” de lo humano, así como también lo humano deja de pensarse a partir de la dicotomía tradicional.

Síntesis sobre el escrito freudiano “Psicología de las masas y análisis del yo”.

  Lic. Ariel Juan Bianconi Quiero comenzar contando la experiencia de una colega con una paciente: la analizante se quejaba de que su mari...