Es
común escuchar que el ser humano está compuesto por dos partes que se suponen
separadas: cuerpo y psiquis (o mente). Esta división tiene que ver con la
tradición del pensamiento occidental en la que confluyen la filosofía griega y la
religión judeo-cristiana. El filósofo griego Platón (427-347 a. C.) sentó las
bases de una antropología dualista: el hombre es un compuesto de cuerpo y alma.
El cuerpo fue pensado como “cárcel” del alma. Esta idea de la filosofía griega
impactó en la tradición judeo-cristiana, en teólogos como S. Agustín (354-430
d. C.) entre muchos otros, y reafirmó la dualidad en la concepción del hombre.
Otro
filósofo, René Descartes (1596-1650), considerado el pensador que dio origen a
la filosofía moderna, continuó la tradición al dividir la realidad en dos tipos
de sustancias, cada una independiente de la otra: la “sustancia pensante” (el
alma), consciente de sí misma (es decir, auto-reflexiva: no sólo “sabe”, sino
que además “sabe que sabe”) y la “sustancia extensa” (el mundo exterior y el
cuerpo), cuantificable y medible. En gran medida, esa separación se trasladó a las
ciencias modernas, particularmente en el campo de la salud. El cuerpo, en manos
de la medicina, y la mente, a cargo de la psicología.
Ese
dualismo “cuerpo” y “mente” comenzó a ser cuestionado por los planteos de Sigmund
Freud (1856-1939) y principalmente por los de su continuador, Jacques Lacan (1901-1981),
al pensar lo humano a partir de “un” anudamiento entre tres registros: lo simbólico, lo imaginario y lo real.
¿Qué significan estos registros?
Lo
simbólico está en relación con el lenguaje. El ser humano nace sin lenguaje, en
un mundo en el que el lenguaje lo precede y le es “exterior”; por eso se puede
pensar el lenguaje como un Otro (con mayúsculas). Por lo tanto, el lenguaje (el
discurso o la palabra) no es “natural” al humano, el ser humano necesita
“entrar en el lenguaje”. El lenguaje, a través de diferentes discursos, es el
que organiza lo que llamamos “realidad”,
pero no sólo organiza las cosas sino también al mismo sujeto hablante. “Somos
hablados” por los discursos que nos preexisten, pero estos discursos no pueden
expresarnos completamente. Esto rompe con la idea moderna de que el sujeto habla
con total autonomía y que controla de modo plenamente “consciente” aquello que
está diciendo. Lacan interpreta “lo inconsciente” freudiano en base a esta
imposibilidad de poder decir el “todo”, y señala: “el Inconsciente es el
discurso del Otro”. Esto se vincula con la conceptualización que Lacan hace de
lo real. Lo “real” se debe distinguir de
la “realidad”. La realidad es discursiva, en cambio, lo real es aquello que
queda “por fuera” de lo simbólico o de la palabra, es lo que permanentemente
queremos aprehender a través de las palabras y siempre se nos escapa (aquello
que “no cesa de no inscribirse”). Cada vez que hablamos intentamos decir algo,
pero al mismo tiempo hay algo que sentimos que no hemos podido decir, e
insistimos, y seguimos hablando, a través de los siglos, sin que se detenga esa
condición de los seres hablantes, sin que se alcance la última palabra.
El registro de lo imaginario
refiere a las significaciones y a las imágenes que los seres humanos se hacen
de la realidad, del mundo y de sí mismos. Estas significaciones e imágenes
están condicionadas por los discursos del orden simbólico, es decir, por el
Otro. En esta línea de pensamiento, la máxima de Sócrates “conócete a ti mismo”
es un imposible, porque la imagen que poseo de mí pasa por la imagen que el
Otro me da de mí. Por ello, no hay un yo plenamente “propio”, el yo es la
alienación en la imagen del espejo, nunca me pude ver a mí mismo tal cual soy. Por
ejemplo: la “belleza” no es una realidad absoluta, las significaciones e
imágenes de la belleza se construyen a través del “espejo de la cultura”; en el
siglo XIX se plasmaba en un cuerpo robusto y en el siglo XXI a través de la
delgadez.
Estos
tres registros, presentados a grandes rasgos, vienen a poner en entredicho la
tradición dualista del cuerpo y la psiquis.
El
cuerpo es “un” anudamiento entre tres: a) El cuerpo especular es el que nos
devuelve el espejo, aquel que nos apropiamos imaginariamente, pero que siempre resulta
externo. Es el cuerpo en el que nunca nos terminamos de reconocer. b)
El cuerpo de la palabra, creado por los discursos que nos
atraviesan. Es el cuerpo que la civilización dice que debemos tener: “joven”, “atlético”,
“activo”, etc. c) El cuerpo real, no se
puede conceptualizar, es aquél al que no tenemos acceso pero que no deja de
insistir en ser registrado. Es el cuerpo del malestar o de la angustia, que
insiste, incluso cuando a veces no lo queremos escuchar o lo intentamos acallar.
Es el cuerpo de las histéricas que atendió Freud en sus comienzos, cuerpos no
dóciles a los ideales de la época. Este es el cuerpo que desarticula aquello que
“se debe” socialmente.
De
acuerdo a lo anterior, el cuerpo es un anudamiento que configura lo humano. Somos
cuerpo. Tanto el cuerpo como la mente dejan de pensarse como “partes” de lo
humano, así como también lo humano deja de pensarse a partir de la dicotomía
tradicional.
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