sábado, 4 de febrero de 2017

EL ESPEJO Y YO

Ariel Juan Bianconi. Psicoanalista.

Es común que pasemos bastante tiempo delante del espejo, habrá quienes más y quienes menos, pero todos dedicamos tiempo diario para vernos un instante. ¿Pensaste alguna vez que nunca hemos podido ver nuestro cuerpo por completo y que la imagen que tenemos de nosotros mismos es la que nos viene del espejo? Hay partes de nuestro cuerpo que no podemos ver de modo directo, por ejemplo, jamás veremos nuestro propio rostro. A través del espejo nos hemos formado una imagen del mismo, imagen que además se mostrará invertida, aunque muchas veces no nos demos cuenta de ello, por ejemplo: nuestro ojo derecho, en el espejo, se verá del lado izquierdo. ¿Por qué es importante esa imagen corpórea para el Psicoanálisis? Porque la imagen en el espejo es fundante del “yo”.
El “yo” es una construcción. Esa construcción está compuesta de la “imagen” que nos viene del espejo y de las “palabras” que nos dirigen los otros.
Jacques Lacan (1901-1981), psicoanalista francés, explica lo anterior a partir de lo que denomina “estadio del espejo” como momento formador del “yo” en el recién nacido. No nace un “yo”, en el momento del nacimiento sólo hay vida biológica. A partir del sexto mes y hasta los 18 meses, el bebé empieza a prestar atención a la imagen que aparece en el espejo. Esto es diferente en los animales, la imagen reflejada les resulta indiferente o amenazante (por ejemplo, el perro ladrará o se asustará al ver “otro” perro). En la medida en que pasan los meses el espejo fascina al bebé cada vez más, se vuelve un objeto de su investigación: mira detrás, le sonríe, despierta su curiosidad. El espejo le da al bebé una imagen de sí mismo. Pero además de la imagen que ve en el espejo, de modo simultáneo, el bebé necesita que haya alguien (los padres por lo general) que le diga: “ese que está ahí, en el espejo, sos vos” o frases parecidas que le señalen que la imagen del bebé que está viendo es él/ella. Esas frases expresan las expectativas de los adultos sobrepuestas a la imagen.
Las expectativas, sean cuales fueren (de valoración favorable, de rechazo, de indiferencia, de exclusión, etc.) provienen de “otros” y son necesarias para la constitución de un “yo”. Los otros pasan a marcarnos esa imagen como “nuestra imagen” y a la vez se convierten en “espejos” en los que nos miramos a diario, que marcan lo que somos e incluso aquello que deberíamos llegar a ser. Por ser imagen que proviene de otros dependerá siempre de la mirada de los demás y esa dependencia hace que esa imagen pueda sentirse amenazada, no reconocida o no valorada. Esa imagen de nosotros que viene de afuera es lo que terminamos sintiendo como lo más propio y lo más íntimo: el “yo”. En ese sentido, “somos” esa imagen de nosotros mismos. Pero esa imagen no alcanza nunca a expresarnos plenamente, y por eso, siempre está, y estará, en conflicto: el “yo” es intrínsecamente conflictivo. Lo contrario a esta idea sería la de un “yo” como unidad completa y armoniosa, sin embargo, nuestra experiencia cotidiana lo desmiente: estar vivo duele.
Mientras estemos vivos estaremos persistentemente construyendo un “yo” que tiene que organizarse como tal, requiere constantemente mantenerse en su organización o identidad; la misma resultará siempre precaria ya que, como hemos dicho, procede de afuera y el afuera es cambiante (“migré”, “envejecí”, “conseguí empleo”, “el jefe ayer me saludó, pero hoy no”, “me divorcié”, “atravesé un duelo”, “me enamoré”). En síntesis, no nace un “yo” ni se constituye definitivamente un “yo”, es una construcción que estará siempre armándose y desarmándose. La angustia da cuenta de eso.
Entonces, el psicoanálisis plantea el “yo” a partir de dos dimensiones: a) una dimensión imaginaria: el yo es la imagen reflejada y luego interiorizada de nuestro cuerpo en el espejo; b) una dimensión simbólica: además de la imagen, son necesarias las palabras del Otro. El yo es una instancia que se construye a través de las palabras. “Yo” o “tú” son términos que no significan nada (son “vacíos”) hasta que un hablante los usa (“dice yo”) en un contexto, es decir, en la dinámica de un diálogo, en un acto de “enunciación”. Como señala el lingüista francés Emile Benveniste (1902-1976): es “yo” quien dice “yo”. El enunciado “yo” tiene sentido siempre en relación a un “tú” (no-yo).  De acuerdo a esto, el “yo” y el “tú” ubican posiciones en un discurso, posiciones que asumimos cada vez que hablamos/escuchamos.
De acuerdo a lo anterior, el Psicoanálisis se diferencia de otros planteos, a los cuales, sin embargo, respeta. Existen otras perspectivas que consideran que el “yo” está vinculado a un alma espiritual o que entienden a la persona como una entidad esencial o que sostienen que el yo nace con un temperamento hereditario. Para el Psicoanálisis es fundamental pensar el “yo” como formación, en parte por las consecuencias que puede extraer de ello: si nacemos y el “yo” es una construcción, entonces nadie nace “inteligente”, “bueno”, “malo”, “homosexual”, “heterosexual”, etc. Si no somos algo naturalmente dado, entonces es posible pensar legítimamente múltiples modos de vida y diferentes modos de ser humanos. Esta es una “buena noticia” porque permite pensar formas de vida menos opresoras en oposición a aquellos mandatos naturalizados y pretendidamente únicos de cómo se debe vivir.



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