Ariel
Juan Bianconi. Psicoanalista.
Es
común que pasemos bastante tiempo delante del espejo, habrá quienes más y
quienes menos, pero todos dedicamos tiempo diario para vernos un instante. ¿Pensaste
alguna vez que nunca hemos podido ver nuestro cuerpo por completo y que la
imagen que tenemos de nosotros mismos es la que nos viene del espejo? Hay
partes de nuestro cuerpo que no podemos ver de modo directo, por ejemplo, jamás
veremos nuestro propio rostro. A través del espejo nos hemos formado una imagen
del mismo, imagen que además se mostrará invertida, aunque muchas veces no nos
demos cuenta de ello, por ejemplo: nuestro ojo derecho, en el espejo, se verá
del lado izquierdo. ¿Por qué es importante esa imagen corpórea para el Psicoanálisis? Porque la imagen en el
espejo es fundante del “yo”.
El
“yo” es una construcción. Esa construcción está compuesta de la “imagen” que nos viene del espejo y de
las “palabras” que nos dirigen los
otros.
Jacques
Lacan (1901-1981), psicoanalista francés, explica lo anterior a partir de lo
que denomina “estadio del espejo” como momento formador del “yo” en el recién
nacido. No nace un “yo”, en el momento del nacimiento sólo hay vida biológica. A
partir del sexto mes y hasta los 18 meses, el bebé empieza a prestar atención a
la imagen que aparece en el espejo. Esto es diferente en los animales, la
imagen reflejada les resulta indiferente o amenazante (por ejemplo, el perro
ladrará o se asustará al ver “otro” perro). En la medida en que pasan los meses
el espejo fascina al bebé cada vez más, se vuelve un objeto de su
investigación: mira detrás, le sonríe, despierta su curiosidad. El espejo le da
al bebé una imagen de sí mismo. Pero además de la imagen que ve en el espejo, de
modo simultáneo, el bebé necesita que haya alguien (los padres por lo general)
que le diga: “ese que está ahí, en el espejo, sos vos” o frases parecidas que
le señalen que la imagen del bebé que está viendo es él/ella. Esas frases
expresan las expectativas de los adultos sobrepuestas a la imagen.
Las
expectativas, sean cuales fueren (de valoración favorable, de rechazo, de
indiferencia, de exclusión, etc.) provienen de “otros” y son necesarias para la
constitución de un “yo”. Los otros pasan a marcarnos esa imagen como “nuestra
imagen” y a la vez se convierten en “espejos” en los que nos miramos a diario,
que marcan lo que somos e incluso aquello que deberíamos llegar a ser. Por ser
imagen que proviene de otros dependerá siempre de la mirada de los demás y esa
dependencia hace que esa imagen pueda sentirse amenazada, no reconocida o no valorada.
Esa imagen de nosotros que viene de afuera es lo que terminamos sintiendo como
lo más propio y lo más íntimo: el “yo”. En ese sentido, “somos” esa imagen de
nosotros mismos. Pero esa imagen no alcanza nunca a expresarnos plenamente, y
por eso, siempre está, y estará, en conflicto: el “yo” es intrínsecamente
conflictivo. Lo contrario a esta idea sería la de un “yo” como unidad completa y
armoniosa, sin embargo, nuestra experiencia cotidiana lo desmiente: estar vivo
duele.
Mientras
estemos vivos estaremos persistentemente construyendo un “yo” que tiene que
organizarse como tal, requiere constantemente mantenerse en su organización o identidad; la misma resultará siempre
precaria ya que, como hemos dicho, procede de afuera y el afuera es cambiante (“migré”,
“envejecí”, “conseguí empleo”, “el jefe ayer me saludó, pero hoy no”, “me
divorcié”, “atravesé un duelo”, “me enamoré”). En síntesis, no nace un “yo” ni
se constituye definitivamente un “yo”, es una construcción que estará siempre
armándose y desarmándose. La angustia da cuenta de eso.
Entonces,
el psicoanálisis plantea el “yo” a partir de dos dimensiones: a) una dimensión imaginaria: el yo es la imagen reflejada
y luego interiorizada de nuestro cuerpo en el espejo; b) una dimensión simbólica: además de la imagen, son
necesarias las palabras del Otro. El yo es una instancia que se construye a
través de las palabras. “Yo” o “tú” son términos que no significan nada (son
“vacíos”) hasta que un hablante los usa (“dice yo”) en un contexto, es decir,
en la dinámica de un diálogo, en un acto de “enunciación”. Como señala el
lingüista francés Emile Benveniste (1902-1976): es “yo” quien dice “yo”. El enunciado “yo” tiene sentido siempre en
relación a un “tú” (no-yo). De acuerdo a
esto, el “yo” y el “tú” ubican posiciones en un discurso, posiciones que
asumimos cada vez que hablamos/escuchamos.
De
acuerdo a lo anterior, el Psicoanálisis se diferencia de otros planteos, a los
cuales, sin embargo, respeta. Existen otras perspectivas que consideran que el “yo”
está vinculado a un alma espiritual o que entienden a la persona como una
entidad esencial o que sostienen que el yo nace con un temperamento
hereditario. Para el Psicoanálisis es fundamental pensar el “yo” como
formación, en parte por las consecuencias que puede extraer de ello: si nacemos
y el “yo” es una construcción, entonces nadie nace “inteligente”, “bueno”, “malo”,
“homosexual”, “heterosexual”, etc. Si no somos algo naturalmente dado, entonces
es posible pensar legítimamente múltiples modos de vida y diferentes modos de
ser humanos. Esta es una “buena noticia” porque permite pensar formas de vida
menos opresoras en oposición a aquellos mandatos naturalizados y pretendidamente
únicos de cómo se debe vivir.
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