domingo, 26 de noviembre de 2017

El chiste, el inconsciente y los zapateros


El unipersonal “Se nos fue redepente” (Niní Marshall, en 1979) nos sitúa en el velorio de Pascual, el zapatero del barrio; el personaje, Catita, se lamenta: ¡Ay! pobre Don Pascual, flor de zapatero… ¡Ay! yo me quedé echa un yelo cuando me lo dijeron… le tenía tanto afeto, pa'mí era más que un zapatero… ¡pa'mí era una madre!
¿Cómo es que los humanos hacemos chistes? ¿Puede otro ser viviente hacer chistes? ¿Es el chiste propiamente humano, somos “animales chistosos”? ¿Por qué el chiste le interesa al psicoanálisis?
En primer lugar, para que haya chistes tiene que haber lenguaje, pero no de cualquier tipo. Se dice que los animales tienen lenguaje, por ejemplo, el psicoanalista Oscar Masotta, analiza la comunicación entre las abejas, pero se trata de un código fijo, determinado, es decir, a un sonido emitido le corresponde una única información como referente, por eso no puede haber engaño o chiste, una abeja no podría comunicar que el néctar está en otro lado del que fue encontrado. Pero eso no ocurre en el lenguaje humano. Los humanos somos capaces de hacer chistes y los chistes dicen mucho de nuestra humanidad. Tal es así que para Freud, la estructura del chiste es un modelo para pensar todas las manifestaciones del Inconsciente (chistes, actos fallidos, sueños, lapsus, síntomas), todas tienen la misma mecánica de elaboración. En el caso del lenguaje humano, las palabras producen muchos efectos de sentido diferentes. El chiste se produce cuando una nueva producción de sentido rompe con aquellos que estaban establecidos, cuando una palabra desplaza sus significados esperados hacia otros que nos sorprenden.
Cuando el psicoanalista francés J. Lacan retoma el tratamiento del chiste que había hecho Freud, destaca que en el chiste se pone de manifiesto una estructura de tres: a) el Otro, el lenguaje que nos preexiste; se manifiesta en los sentidos establecidos del mundo en el que nos hemos formado; b) un emisor; c) un receptor.
En el mundo humano preexiste un horizonte de sentidos que tiene relativa estabilidad, una racionalidad típica en la que se “naturaliza” un código compartido con otros, que sin embargo, no es natural sino construido. El chiste, en su relación con el Inconsciente, pone en evidencia que esos sentidos preestablecidos no son naturales. El chiste requiere del reconocimiento del otro, solamente hay chiste porque se comparte un mundo social de sentidos. El chiste descompleta la racionalidad compartida con otros. En definitiva, solo puede reírse, como dice Bergson, “quien pertenece a la misma parroquia”. Por eso, el chiste no es universal, aunque es universal hacer chistes.   
El chiste pone de manifiesto que las palabras no tienen como fin comunicar o que nos entendamos en un sentido lineal y transparente. El chiste implica que los sentidos de las palabras son provisorios y que hablar siempre supone un malentendido, y es por esto que seguimos hablando. Las palabras no apuntan a la comunicación sino al goce de hablar. 
Ahora bien, cabe aclarar algo muy importante, hay un cierto contenido “oscuro” en los chistes porque, en general, se toca algo de la humillación, la ofensa, la denigración del otro. A consecuencia de eso nos reímos. Nos reímos porque aparece algo de lo Inconsciente: nos reímos del otro, pero en eso, al mismo tiempo, de nosotros mismos; porque hay, a la vez, un desconocimiento y un reconocimiento, de eso que causa risa, en uno mismo. El cuento breve “Don Vicente, el zapatero” del escritor Santiago Varela (disponible online), trata sobre Don Vicente, el zapatero del barrio, que era todo un filósofo. El zapatero sabía de todo, idiomas antiguos, poesía, Filosofía, Historia, Antropología…pero eso sí, no hacía una media suela bien ni de casualidad.
Nos reímos porque estamos implicados y, a la vez, lo desconocemos. Los zapateros somos nosotros. Somos esos seres que sabemos de todo menos aquello que deberíamos saber. Pero no soy el zapatero, aunque soy el zapatero.
Todo esto en relación también a que el horizonte de sentidos compartidos ha establecido desde un código naturalizado (pero no natural) qué es un zapatero. Cuando nuestros códigos se desnaturalicen y un zapatero se asocie a la mejor madre y al mejor filósofo, se romperá el prejuicio anterior, se hará justicia con los zapateros, nadie se reirá de ellos, pero difícilmente viviríamos en un mundo sin chistes, porque siempre habrá nuevos sentidos establecidos por romper, ya que en definitiva, el chiste habla de nosotros como humanos.


Firma: Lic. Ariel Juan Bianconi. Psicoanalista.

domingo, 29 de octubre de 2017

¿Por qué es importante hablar del pasado?


“Me miro al espejo, las arrugas surcan mi cara, casi no conozco mi rostro, mis ojos parecieran conservar una luz que no se ha perdido, tengo 82 años. Cierro los ojos. Quedo en silencio y en la oscuridad del momento me pregunto ¿qué edad tengo? Me siento sin edad…”
Coexisten varios tiempos entremezclados, el tiempo del calendario, el de las marcas en el cuerpo, el tiempo experimentado subjetivamente y muchas otras formas.
¿Quién no ha escuchado decir hoy en día que lo único importante es el presente y disfrutar el momento actual? ¿Quién no ha escuchado la frase “al pasado tenés que soltarlo”? Sin embargo, ¿y si fuera el pasado el que no te suelta?
Hay muchas formas de entender el tiempo. Se suele criticar al psicoanálisis con el prejuicio de que induciría siempre a hablar del pasado: “¿Para qué quiero hablar del pasado, cuando el problema lo tengo en el presente?”. Pero la clínica psicoanalítica lo piensa de otro modo, trabaja con dos tiempos que coexisten:
-“Tiempo cronológico”: es el tiempo lineal que consideramos avanzando sucesivamente desde atrás hacia adelante, desde el pasado hacia el presente y el futuro. Se mide en meses, años, u otras escalas. Este pasado se presenta inmodificable. Es el tiempo del calendario y del reloj. Es el tiempo de las representaciones que se van acumulando como historia identitaria del yo, como historia personal. 
- “Tiempo interpretado (no cronológico)”: invierte lo anterior, se trata de una temporalidad hablada, construida desde el presente hacia atrás. Piensa el pasado como una construcción desde el presente. Es el tiempo de la clínica psicoanalítica. Por eso, hablar del pasado es siempre una lectura que se hace desde el presente. El pasado no es lo que fue, sino lo que puede llegar a ser retroactivamente.
Por ejemplo, un campeón de ciclismo cuenta su pasado y destaca que desde muy pequeño  ya andaba en bicicleta, organizaba carreras, etc. Sin embargo, muchos de nosotros anduvimos en bicicleta desde niños, pero si alguien nos preguntara por nuestro pasado, difícilmente lo destacaríamos, quizás ni mencionaríamos el día en el que aprendimos a andar en bicicleta. Desde el presente triunfal del campeón de ciclismo se construye su pasado ciclista. El acontecimiento del triunfo es una “causa en el presente” que genera un “efecto de pasado” que consiste en interpretar marcas como importantes (andar en bicicleta desde chiquito) y olvidar otras (por ejemplo, que cocinaba bizcochos). Luego, ese tiempo del acontecimiento recibe un “orden” cuando lo contamos de modo cronológico o lineal, que es como solemos hablar (desde el pasado hacia el presente), y en apariencia la historia se despliega desde el andar en triciclo hasta el campeonato. Incluso, a veces, ese relato toma la forma del destino, es decir, aquello que siempre estuvo ahí, casi innato, y que sólo debía ser o fluir. Por el contrario, para el tiempo de la clínica psicoanalítica, se trata de una interpretación, de una construcción. Este ciclista hoy tiene 82 años, hace 20 años que ya no anda en bicicleta, momento en el que emprendió una Escuela de Chef. Hace poco le hicieron una entrevista y destacó que desde chiquito ya cocinaba unos ricos bizcochos. Su destino era ser chef. ¡Cuántos destinos en este hombre! ¿O será que no hay destino y que los destinos son interpretaciones? 
En relación a lo anterior, el psicoanálisis distingue el “yo” del “sujeto”. El yo es corpóreo y es el que relata su vida linealmente, desde atrás hacia adelante; el sujeto es “falto en ser”, es acontecimiento, es lo que marca cortes o rupturas en la historia de vida, y es la posibilidad de resignificar el pasado, de tener muchos pasados y muchos destinos. Por lo tanto, el psicoanálisis no supone una historia única, supone historias.
“….Mantengo mis ojos cerrados, tengo 82 años, la muerte está tan lejos…abro mis ojos y lo veo claramente: es hora de dejar de ser soltero y hablar con ella, creo que mi destino siempre fue formar una familia…recuerdo que desde chiquito jugaba con mi vecina…me distraje con destinos falsos, andar en bicicleta me lo impuso mi abuelo y cocinar era lo que le gustaba a mi madre, a mí nunca me gustó tanto…”
En el análisis (siempre en presente) se irá produciendo un pasado en nuestro viaje al futuro. El pasado viene del futuro.
Por eso es importante hablar del pasado, porque en ese hablar se produce. Por eso, también, es imposible dejarlo, soltarlo. En palabras de J. Hassoum, en la obra “Los contrabandistas de la memoria”, lo que la clínica psicoanalítica propone es marcar rupturas con el pasado para mejor reencontrarlo. 

Publicación en el diario El Sureño, de la ciudad de Río Grande, Tierra del Fuego.

Karina Giomi y Ariel Bianconi. 

domingo, 15 de octubre de 2017

¿Qué ves cuando me ves?


La pregunta del título, reconocida por una famosa canción, expresa una inquietud que está presente en nuestras vidas: otros ven algo de mí que no puedo ver por mí mismo. Es que no puedo mirarme a mí mismo sino a través del espejo de la mirada de los otros. En la película Kaos (1984) un hombre vuelve a la casa de su infancia e imagina un diálogo con su madre fallecida. El hombre no llora por ella, porque la imagina viva, y dado que él la puede pensar, ella vive en su recuerdo. Sin embargo, llora por él: “Yo lloro porque tú no puedes pensarme a mí. Cuando estabas sentada aquí, yo decía: si ella desde la distancia me piensa, yo estoy vivo para ella, y eso me sostenía y me confortaba…ahora que tú estás muerta y ya no me piensas más, ¡ya no estoy vivo para ti…y no lo estaré nunca más!”. En cuanto ella ya no está para pensarlo, él ha perdido parte de su existencia. Algo de esto experimentamos muchas veces cuando sentimos la necesidad de que a alguien le importe cómo estamos, qué hicimos, o incluso pequeñas cosas de nuestra cotidianeidad.
Para el psicoanálisis es fundamental la idea de que la existencia nos viene del reconocimiento de los otros. Nos vemos en la mirada de los otros. Por ejemplo, un recién nacido puede “ver” pero su “mirada” se organizará a partir de la mirada de los otros.
Hay diferentes tipos de miradas que otorgan existencia y marcan la vida: 
-“La mirada que aprueba”: es la que nos otorga reconocimiento, nos apacigua, nos alienta, nos ubica en el tiempo y el espacio, nos gratifica. Por ejemplo, reparemos en las fotos que circulan en distintas redes sociales en espera de al menos un “me gusta”. En esa práctica, a la que estamos tan habituados, se expresa la necesidad de ser vistos para existir. Parafraseando a Descartes podríamos decir: “me ves, luego existo”.
-“La mirada que lastima”: es la mirada que inhibe, que paraliza, que humilla, que censura, que discrimina. La mirada de los otros puede ser muy cruel. Si bien es cierto que vivimos en una época donde se remarca que no nos debe importar lo que los otros piensen de nosotros o cómo nos miran; sin embargo, en el fondo hay una imposibilidad de que eso no nos afecte en algo, ya que, en parte, no podemos prescindir totalmente de esas miradas. Sin embargo, también es cierto que cabe la posibilidad de defendernos ante ellas y/o de minimizarlas.
-“La indiferencia, la no mirada”: es cuando los otros ven sin mirarnos, sin registrarnos, sin detenerse. Lo habremos experimentado: la indiferencia nos deja sin existencia en tanto nos tornamos un objeto para los otros. Ante eso, uno no puede ni siquiera defenderse. Entonces, nos volvemos trasparentes para los otros. Cuando nos falta la mirada de los otros nos sentimos perdidos, nos percibimos como un fantasma para nosotros mismos. 
Finalmente, cabe aclarar algo importante. Para el psicoanálisis, la mirada es siempre una interpretación que encierra intrínsecamente una dimensión de “paranoia” (persecutoria): siempre se trata de lo que yo “creo” que el otro ve en mí. Entonces, sólo cabe interpretar, y por eso mismo, los otros me ven de una manera a la cual no podré acceder nunca completamente. Siempre será una interpretación, un supuesto, una incógnita. Esto deja una puerta abierta para el error, para el malentendido o el equívoco. Hay un abismo entre los otros y yo, que es infranqueable. Uno nunca podrá ponerse totalmente en el lugar de los otros, éstos constituyen un límite.
En definitiva, los otros, en tanto nos miran, visten nuestra desnudez existencial, nos ven como nunca podremos vernos y eso hace que siempre dependamos de su mirada. Por eso, la mirada que nos da existencia propia, en el mismo acto, nos la quita, porque quedamos existiendo para otros. En palabras del filósofo francés, J. P. Sartre: “Soy poseído por el prójimo; la mirada ajena modela mi cuerpo en su desnudez, lo hace nacer, lo esculpe, lo produce como es, lo ve como yo no lo veré jamás. El prójimo guarda un secreto: el secreto de lo que soy”. Entonces “¿Qué ves cuando me ves?” implica una respuesta imposible. En ese misterio, nunca sabré realmente quién soy. 

Lic. Ariel Juan Bianconi. Psicoanalista.

domingo, 1 de octubre de 2017

¡La culpa no es de tu mamá!


La propia vida se recibe de otros, de nuestros padres, es un don que genera una deuda simbólica impagable. Esa deuda imposible de pagar, inevitablemente, funda un sentimiento de culpa propiamente humano. Por eso, ese sentimiento de culpa inconsciente es anterior a cualquier acto, no tiene que ver con haber cometido alguna acción reprochable. Todos los seres humanos tratamos de saldar esta deuda para no sentirnos culpables, tratamos de desculpabilizarnos, y lo hacemos desde diferentes posiciones inconscientes:
1.“Echarle la culpa a otro”: desde esta perspectiva se suele echar la culpa a otros como modo de aliviar el propio sentimiento de culpa. Esta posición también incluye a los que trabajan por hacerle sentir la culpa al otro, para que el otro entre en deuda y poder así manipularlo. Un ejemplo: en el primer relato de la película “Relatos Salvajes”, el psiquiatra (uno de los pasajeros) le dice al piloto del avión (ex-paciente), Gabriel Pasternak, que está dispuesto a estrellar el avión con todos sus pasajeros: “…vos sos una víctima, la culpa es toda de tus padres que te exigían demasiado…”. La escena termina con el avión dirigiéndose contra una pareja de ancianos. En la película se filtra un prejuicio que se suele atribuir al psicoanálisis que es la idea de que siempre culpabiliza a los padres, esto es una caricatura errónea. 
2.“Tratar de saldar la deuda”: desde esta posición se entra en una tarea imposible, obsesiva, infinita, que es el intento de saldar la deuda. Freud relacionó esto con la idea de “superyó” o conciencia moral que nos llena de mandatos y nos amenaza con el sentimiento de culpa. Entonces, se busca por todos los medios cumplir con esos mandatos para no sentir la culpa. Por ejemplo, Freud habló de la vida de los santos, cuanto más virtuosos eran más culpables se sentían, porque el “superyó” opera del siguiente modo: “cuanto más se lo obedece, más exige”. También en relación a esta posición, Freud identificó una culpa que antecede al delito, es decir, es posible que alguien cometa un delito para dar cuenta de esa culpa anterior y recibir castigo, para que la culpa tenga sentido. 
3.“No sentir culpa”: es el mandato de la cultura actual “no te sientas culpable”, especie de mandato “perverso” ya que lo propio de la perversión es no sentir culpa. En el campo de la perversión alguien puede llorar por miedo a ser castigado, no porque sienta culpa de lo que hizo.
        El psicoanálisis identifica estas tres posiciones diferentes que tienen en común la pretensión de evitar la culpa, por el contrario, el psicoanálisis invita a no evitar la culpa, ya que la culpa da cuenta del deseo. 
4.“La culpa da cuenta del deseo”: el deseo es del Otro (del don recibido de la Vida) y es siempre inconsciente. El deseo proviene de lo que supuestamente desearon que yo sea, de las expectativas de lo que yo debería ser, de lo que es mandado por el Otro con mayúsculas. La culpa está en no satisfacer ese deseo del Otro con el que estoy en deuda. Al no pagar hay una dimensión propia que no se entrega al Otro. El sentimiento de culpa da cuenta de que, en parte, se renunció a pagar la deuda con el Otro, porque, en cierto modo, se acepta que esa deuda por la vida es impagable y por eso también se acepta soportar algo de la culpa de no cumplir con el Otro. Entonces para poder tener vida propia se debe asumir algo de la culpa por no responder. Tener vida propia, separarse, descontarse de lo establecido, ir más allá de lo que estaba pautado para mi vida, no es sin soportar algo de la culpa. Genera culpa cortar con los vínculos parentales, con las exigencias de los hijos, con los mandatos sociales, con lo que se espera de nosotros. Se trata de soportar algo de la culpa por no responder. Voy a quedar en falta, no voy a ser lo bueno que se esperaba. Algo se tiene que perder. El psicoanálisis no apunta a culpabilizar a los padres ni a la persona analizante, ni a desculpabilizarlos, ni a calmar la culpa. Apunta a interrogar al que se siente culpable, a ponerle palabras a ese sentimiento, para que pueda establecer algo de lo propio sin quedar tomado totalmente por el deseo del Otro.  
Firma: Lic. Ariel Juan Bianconi. Psicoanalista.

domingo, 17 de septiembre de 2017

No sabremos lo que hacemos, pero somos responsables


En la opinión corriente se suele decir que alguien es “responsable” de un acto si fue “consciente” al momento de cometerlo. Si se llegara a comprobar que ese individuo “no sabía lo que hacía” es probable que se diga que no corresponde considerarlo plenamente responsable. Entonces, en esos casos, se considera que la “responsabilidad” tiene que ver con el “saber”. Sin embargo, esto no es así para el psicoanálisis: la “responsabilidad” no tiene que ver con la “conciencia”. La “responsabilidad” está ligada a la “consecuencias” de las acciones, y no al saber sobre ellas. Ampliemos esto: a) ¿Por qué para el psicoanálisis la “responsabilidad” no queda ligada a la consciencia o al saber del individuo que actuó de modo contrario a lo esperado? b) ¿Por qué la “responsabilidad” tiene que ver con las “consecuencias” de las acciones?
a) La responsabilidad desde el “saber”: esta es la visión que rechaza el discurso psicoanalítico, ya que en definitiva nunca nadie sabe plenamente lo que hace. Freud introdujo un golpe a la idea de la “racionalidad consciente” del individuo moderno a través de la idea de “inconsciente”, es decir, mostró que no tenemos control sobre todo lo que hacemos, que a veces hacemos cosas y no sabemos por qué las hacemos, o incluso, que no podemos dejar de hacerlas aunque nos lo propongamos. Entonces, Freud sostuvo, a partir de su trabajo clínico, que los seres humanos no son totalmente conscientes, ni plenamente libres, ni tampoco individuos autónomos o aislados de los demás, como a veces se suele creer. El tema es que todo ser humano nace en un contexto de relaciones sociales que lo preceden y que lo condicionan a ser, creer, valorar o pensar de un modo particular, propio de ese contexto espacial y temporal, o de esa cultura. Entonces las diferentes culturas y las relaciones sociales producen individuos. Por lo tanto, para el psicoanálisis no somos individuos autónomos, sino que todos somos productos sociales. Por ejemplo, una sociedad violenta tenderá a generar personas violentas, es por esto que las manifestaciones de sujetos violentos tienen que ser leídas en un contexto de violencia estructural. Si una persona delinque (y la polémica se agrava si esa persona es menor), es probable que se diga que es el “único” responsable porque sabía lo que hacía. Pero faltaría considerar que esa persona es producto de relaciones sociales por lo que el Estado, o la sociedad en general, también tienen “responsabilidad” por ella, y muchas veces suele ocurrir, que el Estado que no estuvo para garantizar la educación o la salud desde su nacimiento, aparezca luego, tal vez tarde, a través de la ley, para condenarla. Pero lo más relevante de todo esto es que, más allá de los condicionamientos sociales, al mismo tiempo, todos somos capaces de influir en esas condiciones, al descontarnos en parte de las relaciones sociales y abrir la posibilidad de generar relaciones diferentes o nuevas. Entonces, lo realmente importante es aquello que nosotros hacemos con eso que hicieron de nosotros, como ha dicho el filósofo francés J.P. Sartre.
b) La responsabilidad desde las “consecuencias de los actos”: esta es la visión que propone el discurso psicoanalítico, “la responsabilidad” queda unida a las “consecuencias de las acciones” y no al saber. Las consecuencias son de dos tipos:
1. “Lo que otros hicieron de mí” (Estado, sociedad, familia, semejantes que actúan sobre mí). En este sentido “no soy responsable” de lo que “otros hicieron conmigo o de mí”. Otros serán responsables de las consecuencias que generaron, pero “yo no soy responsable” en ese sentido. Por ejemplo, alguien que ha sido maltratado durante toda su infancia no es responsable de lo sufrido. Sin embargo, hay un riesgo en tomar esto como una conclusión que es que un sujeto quede fijado a un lugar de victimización. Muchas veces las personas se instalan en el lugar de víctimas o de pasividad, sin descartar los casos en los que se buscan diagnósticos para lograr cierta cómoda posición: “esto me pasa y yo no soy responsable por ello, entonces, no tengo obligación de hacer nada”. Ante esto, el psicoanálisis propone lo siguiente…
2. “Yo hago con eso que hicieron de mí”. Aquí sí, yo “soy responsable”, es decir, tengo que hacerme cargo de lo que yo hago hoy con eso que me sucedió. Es en este sentido que el psicoanálisis ofrece un espacio de trabajo. La posibilidad de asumirnos “responsables” nos saca de la posición de enfermos o de víctimas, nos saca de una posición pasiva. Y como ya se ha dicho, para el psicoanálisis somos responsables incluso de aquellas cosas que hacemos sin ser conscientes. Volviendo al ejemplo anterior “no soy responsable” si de niño me maltrataron, pero “sí soy responsable” de lo que ahora hago con eso ocurrido, y también “soy responsable” de muchas decisiones de la vida adulta marcadas por esa experiencia “aunque yo no sea consciente” de que eso está afectando mis acciones actuales. Entonces, no soy consciente, ¡pero soy responsable! O retomando otro de los ejemplos, es posible que una sociedad violenta haya hecho de alguien un sujeto violento, sin embargo, ese sujeto es responsable de lo que hace ahora con eso que hicieron de él/ella, y dado que es activo, “no es una víctima, ni un enfermo, ni un caso perdido”, entonces tiene posibilidades de hacer algo diferente y es responsable de hacerlo. Y como puede hacerlo, debe hacerlo. Tiene la obligación de hacerlo. Debe salir de la propia victimización. Es la postura ética que plantea el psicoanálisis: hacerse responsable.


Ariel Juan Bianconi.

domingo, 3 de septiembre de 2017

La ansiedad y el aburrimiento en los niños/niñas.


¿Quién no ha escuchado, al menos en alguna ocasión, la queja de adultos que se sienten agobiados por las excesivas demandas de sus hijos? Suelen expresar que sus hijos están a la vez ansiosos y aburridos, que no paran de pedirles cosas, que todo el tiempo tienen que atenderlos, que no les queda un momento ni siquiera para ir al baño con tranquilidad.
Las demandas de los hijos hacia los adultos son permanentes. La característica de toda demanda es la “inmediatez”. Las demandas quieren ser satisfechas “ya”,  inmediatamente, y las dificultades para poder esperar o para postergar el tiempo generan un estado emocional de “ansiedad”. Por eso, manejar la ansiedad tendrá que ver con la posibilidad de “construir una espera”. ¿Qué significa eso? Como veremos, no tiene que ver con recetas ni tips para controlar la ansiedad. Por el contrario, el psicoanálisis piensa la construcción de una espera a partir de la singularidad de un acto creador.
En el escrito “Tres ensayos para una teoría sexual” de 1905, Freud plantea un concepto fundamental para entender la posibilidad de postergar el tiempo o de esperar de una manera satisfactoria. Se trata del concepto de “autoerotismo” que es la capacidad de encontrar placer en y por sí mismo. Por ejemplo, Freud lo piensa en relación al chupeteo del bebé, como capacidad de autosatisfacción sin el pecho materno o el biberón. El bebé puede estar chupando su dedo o parte de una manta, así encuentra satisfacción en él mismo y eso indica el inicio de una cierta “autonomía”, es la posibilidad de empezar a construir una separación de la madre y de postergar el tiempo de la demanda.
Este proceso de creación y de autoerotismo lo podemos relacionar con el juego. En el juego hay creación, y en la creación hay placer, es una actividad autoerótica. Esto también tiene que ver con el tiempo: cuando estamos haciendo algo que nos gusta, el tiempo prácticamente no se registra, no hay ansiedad para que eso se termine, ni tampoco hay aburrimiento. En el libro “Realidad y juego” el psicoanalista D. Winnicott señala que el niño juega sólo en presencia de un adulto. ¿Por qué esto ocurre sólo en presencia de un adulto? Significa que, en definitiva, es adulto quien pudo resolver algo de su propia ansiedad, y eso se torna una condición de posibilidad para que un niño juegue y pueda hacer algo con su propia ansiedad y aburrimiento. Entonces, la ansiedad y el aburrimiento de los niños, pone de manifiesto, en parte, la ansiedad y el tedio de la vida de los adultos. Cuando un niño demanda a un adulto ansiosamente, en ocasiones suele ocurrir que el adulto responde con más ansiedad. Al pretender que esa “tierna criaturita” se calme y ya no lo demande, al buscar inmediatamente entretenerlo con algo, suele taparlo o colmarlo de objetos del mercado. Siempre es más fácil comprar un objeto cuando un niño demanda, pero lo que el niño demanda principalmente es un adulto que esté presente sin invadirlo, que le brinde contención y le permita crear, en tanto también es un adulto creador.
Para que el objeto de juego sea placentero, y postergue el tiempo, es necesario que, en parte, implique “creación propia”, tiene que estar mediado por nuestra imaginación. Se puede ver con facilidad en los niños, por ejemplo, un palo es un caballo, la arena se torna un castillo o una pizarra para dibujar. Cuando hay ansiedad se busca un objeto tras otro, porque rápidamente aburren y se necesita reemplazarlos por otros. El filósofo Walter Benjamin dijo: “cuando más lindo es un juguete menos sirve para jugar”. La industria del entretenimiento se basa en este principio, es por eso que muchos juguetes son cada vez más sofisticados, más lindos y cada vez menos se necesita que el niño recurra a la imaginación y a la creatividad. Esos juguetes aburren rápido, enseguida se necesita pasar a otro, es así como el entretenimiento dura cada vez menos, lo cual lleva a consumir otros objetos y de ese modo el mercado del hiperentretenimiento sigue su curso.

Entonces, el objeto sirve para jugar en tanto algo de la creatividad participa de su construcción. Esto es lo que brinda a los niños la posibilidad de estar/jugar solos. Es la posibilidad de que cuando sea adulto pueda soportar algo de la soledad creadora, de la soledad del que inventa, del que se pregunta, del que piensa, del que lee, del que mira un paisaje sin llenarse de ansiedad, porque ha logrado construir una espera en sí mismo a partir de la singularidad de un acto creador.

domingo, 20 de agosto de 2017

¿Dónde hay celos, hay amor?


Una mujer relataba una situación de celos de su pareja. Ella había recibido a través de una red social una postal con un paisaje y una frase poética. La pareja de la mujer comenzó a decirle que a través de un mínimo detalle en una de las imágenes y de algunas palabras había podido descubrir un mensaje de amor en código que le había dejado su amante. Convencido, le decía: “no soy tonto, me doy cuenta, juntos se están riendo de mí”.
Esta historia nos invita a pensar en los celos: ¿Los celos son intrínsecos al amor? ¿O son términos contrarios, es decir, “donde hay celos, no hay amor”? Desde la perspectiva psicoanalítica, la respuesta requiere admitir diferentes niveles de análisis. En general podemos decir que los celos quedan incluidos en la lógica del amor y del deseo. Esto es así porque los celos dan cuenta de un intento de control sobre el amor. Pero no nos resulta posible controlar lo que siente el otro, entonces, alguna dimensión de celos estará siempre presente en el amor. Se traduce en la pregunta insistente: “¿me querés?”, “¿me amás?”. Deseo controlar el deseo del otro, “deseo el deseo del otro”, deseo ser deseado por el otro. Cuando amo al otro, me amo en el otro. Entonces: ¿dónde hay celos, hay amor? Podemos decir que sí, porque el amor tiene que ver con el “amor propio”. Gabriel García Marquez lo expresó con estas palabras: “Te quiero no por quien eres sino por quien soy cuando estoy contigo”.
Freud reconoció distintos tipos de celos:  
“Los celos se cuentan entre los estados afectivos, como el duelo, que es lícito llamar normales. (…) los tres estratos o niveles de los celos merecen los nombre de: 1) de competencia o normales; 2) proyectados; y 3) delirantes.” (Freud, 1922)
Freud habló de celos de “competencia” o “normales” y los comparó con los “duelos”. Tanto en los celos como en los duelos hay dolor ante una pérdida, se trata de una especie de afrenta al yo, lo que ocurre tiene que ver conmigo, con mi “amor propio” (narcisismo), me afecta a mí. Porque cuando hay una pérdida, o cuando alguien se va, se lleva parte de nuestro ser, se lleva lo que éramos cuando estábamos juntos. Entonces, la estructura general de los celos tiene un cierto contenido “paronoico” en el sentido de que siempre esa “sospecha” sobre el otro tiene que ver con la “imagen de uno mismo” (narcisismo). Pensemos ejemplos: cuando alguien descubre que su expareja ha iniciado otra relación amorosa; o cuando hay amigos en común y se siente que hay una complicidad mayor entre los otros; o cuando esto evoca la rivalidad fraterna, los celos entre hermanos. En esta idea narcisística hay envidia, reproches y autoreproches, sentimiento de traición, entre otros.
El segundo tipo son los celos “proyectados”. En este caso, se trata del deseo de la propia infidelidad reprimida que resulta proyectada en el otro. Le pasa a él/ella, pero lo desconocen de sí mismos, y lo ponen afuera, en el otro/a. Por ejemplo, muchas veces, el que más cela es el que tiene un mayor deseo de infidelidad (aunque nunca la lleve a cabo).

En tercer lugar, están los celos “delirantes”. Aquí podemos retomar la historia inicial ya que se trataría de este caso. ¿Por qué es un delirio? El delirio está en la “certeza” inquebrantable del marido de que ella lo engaña. No duda y la mujer no tiene forma de disuadirlo. Esto se diferencia de los celos proyectados, no estamos en un deseo de infidelidad “reprimido” y proyectado en el otro; es delirio porque acá “falla de la represión”: directamente “ama”. En el ejemplo del inicio, el marido (siempre en un registro inconsciente) ama al otro, con certeza, ama a un tercero y acusa a su pareja -en este caso, la esposa- de amarlo. Entonces, la acusa con certeza a ella de amar a otro hombre, porque él lo ama (aunque no lo asuma). Freud asoció esta “falla de la represión” con el “delirio”, es decir, con la forma de experimentar la sexualidad del “celoso/a delirante”. Cabe aclarar que Freud, en el contexto del año 1922, había llamado a los primeros “celos normales” y siguiendo esa línea llamó a estos últimos “anormales”, sin embargo, el psicoanálisis contemporáneo -casi cien años después- ha rechazado tajantemente la distinción entre “normalidad” y “anormalidad” en relación a la sexualidad. Por último, recordemos que hemos hecho referencia a “la experiencia del que siente celos” (no a la del celado/a) y que esto no tiene nada que ver con la “realidad” del engaño, que puede haber ocurrido o no. 

domingo, 23 de julio de 2017

Los duelos


“Cuando un amigo se va, queda un espacio vacío, que no lo puede llenar la llegada de otro amigo”. Alberto Cortez
A lo largo de la vida pasamos por diferentes momentos que nos enfrentan a distintas pérdidas, pero sólo algunas de ellas nos llevan a un duelo. Algunas pérdidas son del orden de lo contingente y otras son del orden del amor. En primer lugar, podemos decir que el duelo implica haber amado, posee la significación del amor. Hacemos duelo por cosas que son parte de nuestro ser. En la obra “Duelo y Melancolía” (1915) Freud afirma que “el duelo es la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, la patria, la libertad, un ideal, etc.”.  Entonces, podemos hacer duelo por un ser amado que murió o que nos ha dejado de amar, por un desarraigo involuntario, por la pérdida de un trabajo, de los años de juventud, o por cualquier situación que haya sido significativa para nosotros. 
De ese modo, Freud ubica al duelo como un “estado normal” frente a las pérdidas, a diferencia de la melancolía, que quedaría asimilada a una depresión grave. El planteo de Freud de que el duelo es un “dolor afectivo normal” es importante porque implica no rechazar ni negar el dolor al enfrentar una ausencia. Para pensar esto tomo prestado un ejemplo de Gabriel Rolón en el libro “Cara a cara” (2015): una mujer perdió un hijo y las personas que la rodeaban insistían en el argumento de que debía ponerse bien rápidamente en nombre de sus otros dos hijos. La mujer sentía gran enojo ante esas palabras, ella necesitaba estar mal, sentir el dolor por su hijo perdido, elaborar la pérdida para poder seguir. No necesitaba negarlo. El dolor le permitía detenerse, dar cuenta de lo ocurrido, atravesar el duelo y asumir la situación.
Entonces, otra idea importante es que los duelos implican un tiempo donde nos permitimos sentir el dolor de la falta del ser querido y su ausencia. En otras épocas el tiempo de los duelos estaba estipulado socialmente, por ejemplo: en un primer momento, el mandato era vestir completamente de negro, no asistir a fiestas, sólo a rituales religiosos, luego se pasaba a un medio luto, hasta el final estipulado. Estas pautas han ido perdiendo actualidad, lo que no quiere decir que no haya duelos que tramitar. Podría pensarse que los imperativos actuales de estar bien y de no detenerse, son contrarios a los necesarios momentos de duelo, importantes para elaborar nuestro malestar.
Sin embargo, no se trata solamente del paso del tiempo. Para pensar esto, propongo un ejemplo de mi propia práctica clínica: una persona me hablaba de la pérdida de un ser querido como si hubiese ocurrido la semana pasada y cuando le pregunté en qué momento había ocurrido eso, contestó que hacía más de doce años. Esto va en contra de la idea de que basta el mero paso del tiempo para la elaboración de la pérdida. Freud propone la necesidad de un trabajo para el duelo y de un tiempo para su elaboración, ¿qué significa “trabajo”? El poeta argentino Roberto Juarróz dice: “ir poniéndole palabras al mudo dolor de una pérdida”. El trabajo pasa por poner en palabras el dolor.
Para el psicoanalista argentino David Nasio, sentir dolor ante un duelo es una forma de reaccionar ante lo ocurrido, una forma de resistir, de defenderse. Por ello, sostiene que para quien atraviesa un duelo“el dolor es la expresión de una defensa, la última barrera que alguien puede levantar para no zozobrar en la locura o la muerte” (Nasio, 2009). 
Entonces el dolor es para seguir viviendo. Duele el cuerpo frágil, la garganta, la cabeza, el pecho, la <marca es imborrable> y el espacio queda irremediablemente vacío. Sin embargo, tampoco el sólo dolor permite el duelo. Hay que ponerlo en palabras, otorgarle un sentido, hacerle un lugar en nuestra vida, contarlo e integrarlo en la propia historia, lo que significa trazar una <segunda marca> en esa primera marca imborrable, que permita vivir, que permita no caer en la locura o en la desesperación. De lo contrario, la pérdida de un ser querido sería el final.
Para finalizar, podemos interpretar la canción de Alberto Cortez en clave de lo dicho: es probable que vengan nuevos amigos, es posible la llegada de otros seres queridos y el cumplimiento de otros sueños distintos a los que se han diluido, y aunque resulta cierto que jamás podrán llenar el “espacio vacío”, indican que hemos hecho algo con eso al asumirlo como parte de nuestra historia para poder seguir viviendo.
                                                                                           

Firma: Lic. Ariel Juan Bianconi. Psicoanalista.

domingo, 9 de julio de 2017

Jugar es cosa seria


Un niño juega para ser niño, casi paradójicamente, el jugar lo convierte en niño. Para Freud, el juego le permite al niño construir un “adentro”, es decir, una interioridad subjetiva (“realidad psíquica”), una instancia singular en la que crea un mundo propio interior y original, poblado de fantasías y de posibilidades de despliegue de la creatividad, de aprender, estudiar y crecer. En el artículo “El creador literario y el fantaseo” (1908), Freud plantea que “lo opuesto al juego no es la seriedad, sino…la realidad efectiva”, es decir, lo opuesto a la interioridad es “un afuera” o exterior. Para Freud, el juego es algo serio porque es la posibilidad de armar un adentro y un afuera: queda constituido para el niño/a una realidad interior y placentera, diferenciada de una realidad efectiva y exterior, dimensión percibida como amenazante.  
El niño pone mucha pasión en lo que hace jugando. En el juego puede hacer un despliegue de sus fantasías, hay una ganancia de placer que se hace independiente de la aprobación de la realidad. Pero no siempre juega un niño: un niño no juega cuando está demasiado inmerso en la realidad efectiva, que, en tanto externa, se puede tornar excesiva y agobiante. Esta dimensión amenazante de la realidad puede darse tanto en un ambiente de sobreprotección como en la carencia de atención o afecto; son formas de violencia externa, física o simbólica, que interfieren en la capacidad de jugar.
Donald Winnicott (1896-1971), psicoanalista, reformula la separación dicotómica marcada por Freud y considera que el juego es un espacio transicional “entre” el adentro y el afuera. Profundiza la idea diciendo que un niño solamente podrá jugar si hay un entorno facilitador para el juego, si hay una realidad suficientemente buena que se lo permita. Esto es tarea del adulto. Para el psicoanálisis, ser adulto, más que una determinada edad cronológica, es una actitud que posibilita que un niño pueda jugar. El adulto crea la posibilidad para que el niño juegue pero no porque le regala los juguetes más sofisticados del mercado, sino porque sus actitudes posibilitan que el niño encuentre un espacio placentero para jugar.
Sin embargo, el adulto que permite jugar, también juega. Para el psicoanálisis, lo infantil es más que un período acotado o una etapa de la vida, por el contrario, atraviesa toda nuestra existencia. Las características de lo infantil a lo largo de la vida adulta se expresan principalmente en las fantasías donde van a tener lugar los deseos. También se manifiesta en los sueños, en los chistes, en el juego de los adultos. Podríamos plantear que el deseo en el adulto no tiene un contenido, precisamente porque su contenido es lo infantil.  Dice Freud en la obra citada: “el adulto deja, pues, de jugar; aparentemente renuncia a la ganancia de placer que extraía del juego, pero quien conozca la vida anímica del hombre sabe que no hay cosa más difícil para él que la renuncia a un placer que conoció. En verdad, no podemos renunciar a nada; sólo permutamos una cosa por otra; lo que parece ser una renuncia es en realidad una formación de sustituto…Así, el adulto… en vez de jugar, ahora fantasea. Construye castillos en el aire, crea lo que se llama sueños diurnos”.
Los sueños diurnos o fantaseo tienen que ver con la exaltación de la personalidad o con la sexualidad y los deseos. Generalmente los ocultamos porque incluso nos avergüenzan. Sin embargo, al mismo tiempo, son una defensa; los adultos necesitamos el juego o fantaseo para que la realidad efectiva no sea tan agresiva. El fantaseo es una instancia que nos acompaña toda la vida.
En los adultos muchas veces el juego es considerado algo devaluado o secundario, por eso es común escuchar “somos grandes para jugar” y también referir al juego como un pasatiempo o hobby que se hace, o que se debería hacer, antes o después de hacer cosas serias o importantes. Sin embargo, para Freud, el juego es cosa seria. El espacio de trabajo en psicoanálisis es lo más parecido a un juego, se trata de un juego con las palabras. Por eso Freud compara al “creador literario” o al “poeta” con la instancia de creación de nuevos mundos en el juego. En el artículo de 1908 dice: “el poeta hace lo mismo que el niño que juega: crea un mundo de fantasía al que toma muy en serio, vale decir lo dota de grandes montos de afecto al tiempo que lo separa tajantemente de la realidad efectiva”.  
De poetas, de niños y de locos, todos tenemos algo y eso es lo que nos permite jugar a que es posible otra realidad y en ese mismo acto, propiciarla. Ahora bien, de acuerdo a lo anterior, también trae el psicoanálisis una mala noticia: lamentablemente no hay garantías en el juego, nada de esto dice que el juego no pueda ser el de la guerra, el de la explotación o el del sometimiento de otros.   


Firma: Lic. Ariel Juan Bianconi. Psicoanalista.

domingo, 25 de junio de 2017

Amar es dar lo que no se tiene

“Y si nada nos libra de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida”
Javier Velaza, Los Arrancados, poema "El Salvavidas".

La frase del poema de Javier Velaza ubica la experiencia del amor como aquella que da sentido a la vida en el contexto de nuestra dimensión de seres mortales. ¿Por qué el amor tiene esta posibilidad de llenar la vida de las personas? Sigmund Freud compara el enamoramiento con el hipnotismo. Piensa el vínculo hipnótico como una entrega irrestricta del hipnotizado al hipnotizador quien queda idealizado. La idealización no tiene que ver con la realidad de quien queda en ese lugar, ni con una lógica de conveniencias o de beneficios, ni con una elección consciente. Quien es idealizado es ubicado en un lugar de sobrevaloración, en un lugar único, donde todo lo demás queda relativizado, generando dependencia emocional. Se puede idealizar personas, objetos, lugares, grupos, etc. Entonces, la novedad del pensamiento de Freud es que si el amor puede ser comparado con el estado de hipnotismo, el amor queda en relación con la idealización. Cuando alguien o algo es idealizado en nuestra vida, lo empezamos a ver de una manera como nunca antes lo habíamos visto, amar es sentir que el otro posee la virtud, la cualidad, el don que me hace falta para ser feliz, es experimentar por un instante que un partener me completa y que sin ello no podría vivir y la propia vida queda en segundo lugar. En palabras del poeta Neruda: “a nadie te pareces desde que yo te amo”.
Jacques Lacan va a criticar a los que entienden esa idealización del amor como posibilidad de una plenitud o de una unión total. Para Jacques Lacan ese estado de idealización al que se refiere Freud se funda en una lógica simbólica en la que amar es dar lo que no se tiene a quien no es. ¿Qué significa esto?
Amar es dar lo que no se tiene: es la característica del que ama, le sale espontáneamente, dar su tiempo, sus cosas, su afecto, regalos, o dar la vida si fuera necesario. La lógica que motiva esta dimensión es que siempre se quiere dar más, no va con la lógica del mercado en la que damos para recibir en intercambio.  Podría parecer que para amar hay que “tener” y así poder dar lo que se tiene al amado/a. Sin embargo, lo llamativo de la definición de Lacan, es que damos lo que no tenemos. ¿Qué es lo que no tenemos? Lo que no tenemos es la respuesta a la vida, no tenemos la clave de la felicidad, no poseemos la inmortalidad. Aunque dé todo lo que tengo, no podré dar la plenitud. Por lo tanto, doy la falta. Es así que el otro no se sentirá completo y quedará lugar para poder seguir amando, seguir deseando. Esto es fundamental para construir el amor en todos los niveles: como pareja, como padres e hijos, como amigos, como lazo social.
Cuando se piensa en un amor pleno, que pretende tapar la falta constitutiva del amor, se torna violento, posesivo, celoso y controlador e incluso podríamos dudar de llamarlo amor. En la historia no faltaron homicidios o suicidios por amor. La canción “La argentinidad al palo” de la Bersuit dice: “Locati, barreda, monzón y cordera también, matan por amor”.  Para el psicoanálisis el que ama no dejar de ser responsable por lo que siente y hace. No cualquier forma de amar da igual. Lacan está desnaturalizando el amor humano, planteándolo como construcción desde la lógica de la falta y del deseo, que implican la posibilidad de seguir amando. La pretensión de totalidad, de posesión total o de completud del amor, no lleva sino al aniquilamiento del mismo.
Dar la falta es que nunca sabré qué necesita realmente el otro, es admitir que el otro es esencialmente inentendible. Ahí llegamos a la segunda parte de la frase de Lacan: amar a quien no es. Amar no está en relación con la realidad sino con la idealización que se hace de la persona amada. La idealización se constituye en tanto que se coloca en el otro cuestiones que son propias del que ama, el otro está ubicado en el lugar del que puede colmar lo que me falta. No se idealiza a alguien por sus virtudes sino por lo que se desea que ese alguien sea, por eso nunca lo puedo captar en su verdad. Por lo tanto, nunca conoceré del todo a quien amo o nunca sabré a quien amo: amo a quien no es. Esto es parte del amor, como dice la frase: “el amor es ciego”, es amar a alguien en lo que no es. 

domingo, 11 de junio de 2017

La agresividad para el psicoanálisis.


En el cuento “Educación de Príncipe”, de Julio Cortázar, cuando un cronopio tiene un hijo cree que es el “pararrayos de la hermosura” y se inclina ante él en “respetuoso homenaje”… “El hijo, como es natural, lo odia minuciosamente”… “el pequeño cronopio odia empecinadamente a su padre y acabará por hacerle una mala jugada entre la primera comunión y el servicio militar. Pero los cronopios no sufren demasiado con eso, porque también ellos odiaban a sus padres, y hasta parecería que ese odio es otro nombre de la libertad o del vasto mundo”.   
¿Por qué ese “odio” podría ser entendido como otro nombre de la libertad o del vasto mundo? Intentaremos una respuesta desde el psicoanálisis a partir de referirnos a la agresividad. Freud ha mostrado que las relaciones de agresividad se basan en la lucha del yo en la búsqueda de afirmación y reconocimiento a través de una imagen propia que tiene que construir. Solamente podemos construir una imagen propia en relación y en contra de la imagen de los otros; esto es conflictivo e implica agresividad. Aunque nos parezca raro, esa experiencia nos acompaña toda la vida. Toda imagen es frágil y provisoria, está siempre amenazada de perderse, lo cual genera estar a la defensiva o al cuidado, y esa es la explicación de la agresividad como una dimensión constitutiva de nuestra subjetividad. Lo podemos ver en la vida cotidiana, por ejemplo: criticar o “sacar mano” a otros puede ser un recurso que alguien tiene para afirmarse en su yo y es una manera de poder decir que “no” a ese otro, separarse y subjetivarse. Es paradojal porque en esa crítica por la que alguien busca separarse se pone, al mismo tiempo, en vinculación con el otro. Un ejemplo más de que las imágenes son relacionales se observa cuando un niño le pega a otro y llora él mismo, diciendo que es a él que le pegaron, y no porque esté mintiendo, sino porque en cierto momento no tiene claro cuál es su imagen y cuál la del otro (Lacan lo llama fenómeno del transitivismo). Esto queda más expuesto en la niñez aunque es un fenómeno que nos acompaña toda la vida: a veces las imágenes entre el yo-tú se desdibujan. La imagen propia, -o la del otro-, siempre resulta movilizante: que alguien no te mire a los ojos cuando habla es algo que suele desconcertarnos, o en otros momentos, mirar a la cara al otro se nos hace difícil. La imagen propia está continuamente amenazada de fragmentación, por eso nos miramos en el “espejo del otro” todo el tiempo y nos angustia a veces la imagen que pueda tener de nosotros, qué es lo que pueda pensar, decir o creer.
Por otra parte, la agresividad podrá tomar diferentes formas. Puede ocurrir a veces que aquello que rechazamos de nosotros resulta puesto “afuera” en el otro; es decir, lo que se está odiando es lo que pusimos de nosotros en el otro, y esa es una manera de tramitar la agresividad, aunque no consciente. También puede suceder que aquello que no se pone afuera, se niega, y entonces es una agresividad que se vuelca sobre el propio yo. Por ejemplo, la sobreadaptación de un niño que cumple con todos los mandatos, suele ser visto como algo deseable por las normas sociales, pero implica un monto de agresividad contra él mismo y sus tendencias. Es fundamental poder asumir “algo” de nuestra agresividad, ahí se juega la singularidad sin recetas. Cuando la agresividad no es asumida puede retornar en una mayor agresividad y en violencia. La violencia, en tanto que agresividad no asumida, es una forma de debilidad; el violento es un sujeto impotente, que rehúye responsabilizarse, y como todo lo negado, se torna violento.

Volviendo al cuento cabe decir que hay imágenes idealizadas, por ejemplo, cuando un hijo es considerado “el pararrayos de la hermosura” se torna una imagen demasiado agobiante o asfixiante. Por ello, el sujeto requiere agresividad para poder constituirse, para poder descontarse, necesita decir “no” a los mandatos familiares, culturales y sociales, para lo cual también es necesario que haya quienes reciban y “se banquen” ese no, otros que soporten ese lugar. En el cuento, los “cronopios padres/madres” no sufren demasiado el “odio” de sus hijos, porque ellos mismos antes “odiaron” a sus padres. Esto puede ser muy conflictivo, pueden ser un “no” dicho desde las malas notas en el colegio, o desde el mal comportamiento en cualquiera de sus formas. La agresividad como experiencia subjetiva es el modo de liberarnos del Otro, en todas sus formas: padre, maestros, compañeros, de la cultura, de la sociedad y por supuesto de los ideales impuestos. Entonces, empezamos a vislumbrar por qué ese “odio” podría ser entendido como otro nombre de la libertad: solamente porque hubo un adulto que soportó el “odio” del pequeño cronopio (como contracara paradojal del amor) fue posible un “cronopio” lanzado al deseo, capaz de decir sí al vasto mundo y a la libertad.   

¡¿Por qué nos autodestruimos?!


Los humanos, a diferencia de los animales, nos procuramos sufrimientos a nosotros mismos. En muchas ocasiones hemos tenido la experiencia de realizar acciones que nos afectan negativamente, y a pesar de darnos cuenta y de poner todo el empeño en no querer volver a repetirlas, finalmente, terminamos llevándolas a cabo. ¿Cómo explicar la tendencia del sujeto al sufrimiento? ¿Por qué a pesar de proponernos repetidas veces no volver a hacer más eso que nos denigra, lo repetimos? ¿Por qué no podemos dejar de recordar las cosas que nos hacen mal? ¿Por qué alguien puede lastimar su cuerpo? Lo más extraño de todo esto es que lo hacemos incluso sabiendo que son formas de autodestrucción. ¿Es por no haber aprendido o entendido lo que está bien o mal en la vida? El psicoanálisis dice que no, y elabora otro tipo de explicación. 

A Freud le llamó la atención la persistencia de los seres humanos en autodestruirse que parecía más fuerte de lo que los mismos pudiesen pensar o querer. En la tradición occidental, esa fuerza estaba vinculada a los denominados instintos, la parte animal de los seres humanos que debía ser controlada y educada por la razón y la voluntad, ya que dicha fuerza los impulsaría a actuar en contra de las normas de la convivencia social. En 1920, en los años posteriores a las atrocidades de la primera guerra mundial, Freud planteó en su obra Más allá del principio de placer una nueva articulación de esas fuerzas que históricamente se denominaron instintos. Por el contrario, para Freud, los humanos no somos guiados por los instintos sino por las <pulsiones>  de vida y de muerte. En los animales, los instintos son siempre de vida, tienen un objeto propio que los satisface y están regidos por el principio de placer y evitación del dolor, por ejemplo: instintos de autoconservación, instintos de pertenencia al grupo, instintos de reproducción. A diferencia de los animales, por el lenguaje, los seres humanos han perdido el objeto propio de satisfacción, la pulsión puede satisfacerse por cualquier objeto en una acción placentera o dolorosa. De acuerdo a esto, Freud plantea que los seres humanos pueden encontrar satisfacción en algo que no tiene que ver con el bien ni con el placer del individuo. Lo más revolucionario para el pensamiento de la época de Freud y aún en nuestros días, es el concepto de <pulsión de muerte>. ¿Qué significa esto? En primer lugar, señalemos que no tiene que ver con la muerte del final de la vida. Por el contrario, Freud va a conceptualizar la idea de la pulsión de muerte como inherente a la vida, la vida es consecuencia de la pulsión de muerte. La idea de pulsión de muerte en Freud está unida a la compulsión a la repetición, el hecho de que repetimos en contra de nuestra voluntad una serie de acciones o conductas que no querríamos hacer, son acciones automáticas que no podemos dejar de hacer aun cuando nos proponemos evitarlas. Cabe aclarar que esto no se da desde un plano consciente. Conscientemente buscamos el placer y evitamos el displacer, pero lo que plantea el psicoanálisis es que inconscientemente la pulsión busca la satisfacción en aquello que es displacentero, en el sufrir, en la autodestrucción del individuo. Freud se pregunta: ¿por qué la pulsión de muerte es autodestructiva? La pulsión de muerte busca una satisfacción plena, que paradójicamente coincidiría con la muerte, o sea, una dimensión sin ningún tipo de tensión, una satisfacción total, pero esta plenitud es imposible para los humanos, siempre tendrán satisfacciones parciales, algo que llevará a la pulsión a un nuevo acto de repetición, pero será un nuevo acto fallido en tanto que no se logra la deseada plenitud. Por ejemplo, es la lógica del que apuesta en el juego de azar, es por esto que Freud dice que el jugador juega para perder, la satisfacción inconsciente está en perder. En la vida humana no se dio ni se dará la satisfacción total, porque siempre habrá fallido, destrucción y pérdida, y la vida humana está en “saber-hacer” con esas pérdidas. La pulsión de muerte es autodestructiva, y como consecuencia, es creativa. Sólo es pensable en la vida humana, porque precisamente esa pulsión de muerte hace posible la vida humana. La autodestrucción es condición para que se pueda construir una vida en el deseo, en la lucha, en la construcción de un sentido. La vida humana no se construye desde la nada, se construye como consecuencia de la autodestrucción. No es que elegimos sufrir, no es algo intencional, pero el sujeto es responsable de estos actos inconscientes que lo destruyen al ser interpretados como realización de un deseo. En esos actos se juega el deseo y la posibilidad de articular algo nuevo para la vida: esa insistencia en buscar el paraíso que nos lleva a desear y a vivir-morir todos los días un poco. 

domingo, 14 de mayo de 2017

¡¿Cómo pude soñar esto?!


Todos nos habremos despertado alguna vez desconcertados por un sueño que hemos tenido y que nos ha dejado perplejos: ¡¿cómo pude soñar esto?! Cuando soñamos experimentamos sensaciones agradables, angustiantes, sensuales, tristes, que nos hacen sufrir o llorar, e incluso de terror como en el caso de las pesadillas; o también puede ocurrir que se produzcan pensamientos creativos como la resolución de una ecuación o de un problema que durante el estado de vigilia no podíamos resolver. En los sueños también participa el cuerpo con movimientos, y en algunos casos, se produce el sonambulismo. Sin embargo, solemos no dar importancia a los sueños y descartarlos como meras ocurrencias, fantasías locas, irreales, a las que sólo cabe el olvido o la anécdota.
¿Qué llevó a Sigmund Freud, a finales del siglo XIX y principios del siglo XX, a dar importancia a los sueños, considerados “material desechable” por la mentalidad científica de la época moderna y que incluso hoy se siguen descartando como algo de poca significatividad?  
Freud tuvo la originalidad de prestar atención a los sueños, en un contexto en el que primaba la idea de conciencia. Sin embargo, la distinción entre el “sueño” y la “vigilia” (la conciencia, estar despiertos) históricamente nunca resultó tan sencilla ni evidente: ¿cómo podemos saber si no estamos soñando en este momento? o ¿si toda nuestra vida no es más que un sueño? Podríamos ilustrarlo con el cuento del taoísmo chino (S. IV a. C.) recopilado por Borges: “Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu”.
¿Qué hacemos cuando soñamos? ¿Cuál es la importancia de los sueños para el psicoanálisis? En primer lugar, descartemos que los sueños tengan significados fijos como pretenden algunas clasificaciones o que tengan algún sentido premonitorio.
Para el psicoanálisis, el sueño es el camino más directo a la verdad del sujeto. Freud descubre en los sueños los “mecanismos” de la mente. Pero lo más importante es que esos mecanismos ¡son los mismos que usamos cuando estamos despiertos! Entonces, por un lado está la idea de que los sueños tienen que ver con cosas que nos pasan en la vida cotidiana (restos diurnos), y al mismo tiempo, que la vida cotidiana tiene la misma operatoria que el sueño, por eso, podemos decir que en última instancia nunca despertamos del todo. ¿Qué significa esto? En el reino de los sueños todo es posible, no hay prohibición, hay trasgresión, no hay temporalidad, somos niños y adultos a la vez, los muertos viven, o estamos en dos lugares al mismo tiempo. Pero cuando “estamos despiertos” podríamos decir que estamos en el “sueño de la conciencia”: creemos que la conciencia es un estado de plena racionalidad, certeza, coherencia, objetividad. Sin embargo, el “sueño de la conciencia” es una ilusión que podemos sostener por poco tiempo, porque constantemente hay experiencias que “nos despiertan del sueño de la conciencia” cuando nos contradecimos, dudamos, nos equivocamos, estamos donde no queremos, decimos lo que no pensamos, hacemos lo contrario de lo que decimos. Por lo tanto sueño y vigilia se parecen más de lo que quisiéramos reconocer.
Para la perspectiva psicoanalítica el sueño es material privilegiado. ¿Cómo trabaja el psicoanalista? Trabaja con el “relato” del sueño. El valor del sueño está en el “cómo” es relatado y no tanto en el contenido del sueño, ya que a través del relato es posible escuchar algo del deseo del soñante. La tesis principal de Freud en su libro “La interpretación de los sueños” es que en el sueño hay “realización de deseo”. En los sueños se realiza el deseo del sujeto, pero esto no quiere decir que se satisfaga el deseo. Los sueños tienen una doble dimensión: una que expresa situaciones vividas durante los días previos o “restos diurnos”,  unida a la dimensión de los “deseos sexuales infantiles reprimidos” que no refieren a la edad cronológica de la niñez sino a “una posición subjetiva” que está presente a lo largo de toda la vida y que aparece en determinados momentos, como por ejemplo, en los sueños.
Por lo tanto, el psicoanálisis le hace un espacio importante al relato del sueño, en tanto que el sueño tiene una verdad del sujeto que aportar. En ellos hay una verdad, que tiene que ver con la singularidad y el deseo. En el sueño estamos haciendo: construyendo sentidos, elaborando procesos subjetivos, elaborando un duelo, creando, etc.

Para el psicoanálisis el estar despiertos es otra forma de seguir soñando y soñar es una forma de continuar despiertos. La conciencia es una gran ilusión y no cabe duda que podemos pensarla como un sueño; e incluso, si prestamos atención a las atrocidades del mundo, a las injusticias y a las desigualdades, podríamos concebirla como un sueño de terror, producto de que –según la frase de Borges- nos tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir. 

martes, 2 de mayo de 2017

La angustia no es el problema

En la actualidad está prohibido sentirse mal. Vivimos en una época donde el imperativo hegemónico es “disfrutar”, “ser sociable” y “no parar”, aunque no tengas ganas o te sientas cansado. Esto se expresa en las publicidades, por ejemplo el dolor para, vos no”, mandato que abarca desde un niño a un anciano. Por supuesto, hay otra parte que no se dice: “no pares, porque tenés que seguir consumiendo”, “no pares, tenes que seguir siendo productivo para el sistema, para lo cual siempre habría unas “vitaminas” o unos “tips” que te mantendrían activo. En un mundo donde está mal “sentirse mal”, o incluso es considerado una enfermedad, es fundamental perderle el miedo a la angustia, a la tristeza, al desánimo, a la soledad, al vacío, al pánico, a la depresión, a los duelos, en una palabra, a lo negativo que la vida siempre tiene: es que estar vivos, duele. Por eso, jugando con el slogan de la publicidad, podríamos decir: “que el dolor no pare”, pero que vos “puedas parar”. Se trata de saber-hacer con el dolor de estar vivos. Para el filósofo danés Sören Kierkegaard (1813-1855) la angustia era expresión de lo más íntimo del ser humano, lo propio de su existencia.
Por otra parte, hay otras perspectivas, no psicoanalíticas, que patologizan la angustia y la consideran “en sí misma” un problema a diagnosticar, por ejemplo, el conocido “ataque de pánico” o “la crisis de angustia”. Las personas describen lo que se denomina ataque de pánico como un momento en que la angustia se expresa con mucha intensidad, ya sea en manifestaciones somáticas (alteraciones del ritmo cardíaco y sensaciones de ahogo, sudoración, vértigo) o en diversos sentimientos (la sensación de una muerte inminente y el miedo de volverse loco o perder el control). Sin embargo, para el psicoanálisis –sin dejar de reconocer la dureza de esos momentos- el ataque de pánico es una manifestación de la angustia, pero la angustia en sí misma no es el problema.
Para el psicoanálisis, lo importante no es la angustia o su dimensión “negativa”, sino lo que, al mismo tiempo, se transforma en una dimensión “positiva”, es decir, lo que a raíz de ella es posible pensar: el sentido de nuestra vida. En otras palabras, la angustia no se resuelve, no tiene solución, ya que expresa la condición humana de tener que darle sentido a la vida, y dado que esos sentidos son provisorios y fluctuantes, entonces, es una tarea de toda la vida. La angustia es una experiencia del vacío, de la falta y/o fragilidad del sentido, en tanto que lo que hasta ayer fue importante hoy tal vez no lo sea. No se trata de ahogarse en la angustia, sino de no tratar de taparla a toda costa. Dejar de huir de la angustia, vivir la infelicidad de la mejor manera, dejar de cumplir con el imperativo opresor de “no poder estar mal”, paradójicamente, ya implicaría un gran alivio.
La máxima de Freud expresa que “el retorno de lo reprimido da cuenta de la represión”. En la época de Freud lo reprimido pasaba por el control sobre la sexualidad; en nuestra época podemos pensar que lo reprimido está en el orden del mandato a no parar, a no angustiarse, es el “control de la felicidad”. Idea cercana a “Un mundo feliz” de Huxley. Por lo tanto, como todo lo reprimido, la angustia retorna de forma más violenta. De ese modo, el psicoanálisis puede interpretar las crecientes manifestaciones de lo que se denomina “ataques de pánico”: cuanto más se intenta tapar la angustia, más fuerte vuelve a aparecer.
Si bien es cierto que es posible aplacar la angustia, no nos permite mantenernos indiferentes por mucho tiempo. No admite un equilibrio pleno, siempre termina desestabilizándonos, desequilibrándonos. El psicoanálisis ofrece la posibilidad de asumir algo de esto, vérnosla con la angustia, en tanto que nos pone en contacto con nuestros interrogantes, con nuestra falta en ser, con nuestro vacío, o sea, con los sentidos de la vida que queremos vivir. Esto no niega que la experiencia de la angustia en cada sujeto tome una forma singular y sólo en contacto con ella, atravesándola, es posible crear algo nuevo y original. El atravesamiento de la angustia no se da sin enfrentarla. De este modo, para el psicoanálisis, acallar la angustia es en verdad problemático porque es el intento de apagar la experiencia de lo profundo del deseo.
El psicoanálisis, ante la angustia, no ofrece estrategias de evitación, ni consejos; lo que ofrece es la posibilidad de hacer una experiencia de sujeto, descontarse de mandatos opresores, por ejemplo, la fórmula dada, estandarizada y mercantilizada de cómo ser feliz. Jorge L. Borges lo expresa en un poema llamado 1964: “Ya no seré feliz. Tal vez no importa. Hay tantas otras cosas en el mundo”.


domingo, 16 de abril de 2017

El deseo es deseo de desear


Seres hablantes, seres mortales, seres deseantes. Para tomar una primera punta del ovillo que nos permita aproximarnos a entender cómo la perspectiva psicoanalítica piensa el deseo hay que empezar por diferenciarlo de la necesidad y de la demanda. El concepto de necesidad está fuertemente asociado a las denominadas necesidades naturales. En los animales las necesidades son equivalentes a instintos que se satisfacen por un objeto propio que le corresponde. El animal tiene hambre (necesidad) y la satisface a través de aquello que le corresponde en la cadena alimenticia por su naturaleza (objeto). Pero en los seres humanos, atravesados por el lenguaje, esas necesidades quedan modificadas. Nosotros no tenemos contacto directo con el objeto de una necesidad, como ocurre en los animales; en los seres humanos, son las palabras las que interpretan necesidades. Entonces, las necesidades tienen que ser formuladas en palabras y en ese mismo acto, se pierden como necesidades naturales y se transforman en demandas. Esto ocurre mucho antes de que alguien pueda pronunciar palabras. Las demandas son interpretaciones del Otro. Para ejemplificar esto supongamos que un recién nacido llora. En primer lugar es la “función materna” que interpreta y dice: “tú lloras por hambre”, “tú lloras por frío”, u otras interpretaciones; al mismo tiempo, en eso, hay demanda: “come”, “abrígate”, “límpiate”, etc. La demanda no es demanda de objeto sino de una respuesta. Dice Lacan que toda demanda es demanda de amor. La demanda ha quedado alienada en la palabra en el campo del Otro. La interpretación siempre va a surgir del Otro, que el psicoanálisis identifica con el lenguaje. Sin embargo, esas palabras, que con sus significaciones nos interpretan, solamente pueden hacerlo en parte, hay un resto imposible de formular en palabras o en demandas. Ese resto imposible, eso mismo, es el deseo.
El deseo es lo que experimentamos como insatisfacción e imposibilidad. Las demandas se expresan en un anhelo o en las ganas de algo determinado o en las motivaciones, pero siempre el deseo va más allá de lo que podemos alcanzar. Para el psicoanálisis, el deseo implica un desajuste que no permite nunca una tranquilidad absoluta en nosotros, pero, al mismo tiempo, es lo que nos posibilita seguir viviendo, porque cuando creemos haber alcanzado lo que tanto deseamos, en un tiempo breve se vuelve a expresar la insatisfacción que nos pone nuevamente en marcha, es decir, nos lanza al deseo de desear. El deseo es deseo de desear.
Otra dimensión del deseo es su imposibilidad para ser conocido. El deseo no tiene contenido. Podemos saber lo que anhelamos, pero no podemos saber qué es lo que deseamos “en sí mismo”, porque “en sí mismo no deseamos nada”, las palabras nunca alcanzan a nombrar el deseo, siempre se nos escapa como la arena entre las manos. Es como decía Luca Prodan, en una canción de Sumo: “no sé lo que quiero, pero lo quiero ya”. En esta expresión podemos pensar la dimensión de insatisfacción e imposibilidad, pero además, la exigencia de realización.   

El deseo da cuenta de que somos seres en falta y esa falta se produce por la entrada en el lenguaje que nunca puede decirlo todo, y por eso ingresa la idea de mortalidad en los seres humanos y la experiencia de no completud. La falta es lo que organiza nuestra existencia y es lo que origina el deseo. Es por eso que hablamos de deseo solamente en los seres humanos, es por la entrada en el lenguaje que sabemos que morimos. El deseo surge de una experiencia del límite, de que somos seres mortales. Hay una relación entre ser deseantes y ser mortales. Borges en su cuento “El inmortal” presenta la vida de los inmortales como una vida en la que se ha perdido el deseo: si fuésemos inmortales, al infinito se darían todas las posibilidades y ya no habría deseo, no quedaría resto. Por eso la vida no es sin la muerte. Martin Heidegger, filósofo alemán, decía: “vamos viviendo la muerte a la vez que muriendo la vida”. Lo que el psicoanálisis llama deseo es eso que queda inarticulado en la palabra, es esa fuerza que nos impulsa a seguir deseando y a seguir viviendo.  

domingo, 2 de abril de 2017


El Otro con mayúsculas: el lenguaje.

El psicoanalista francés Jacques Lacan (1901-1981) planteó que Sigmund Freud (1856-1939) se anticipó con sus ideas sobre el lenguaje a los aportes del reconocido lingüista suizo Ferdinand de Saussure (1857-1913). Saussure descubrió que todo signo lingüístico (toda palabra) está formada por dos componentes: el “significado” y el “significante”. Por ejemplo, en la palabra “perro” se da la unión de un significado (concepto del animal, mamífero, cuadrúpedo, etc.) y un significante (fonemas, sonidos que forman la palabra p-e-r-r-o en castellano, y que en inglés se dice d-o-g, y así, irá variando en diferentes lenguas). 
Para Saussure el significado (concepto) tendría una mayor relevancia por sobre el significante (sonidos o fonemas, que cambian con los distintos idiomas). Para el psicoanálisis esa relación se invierte: el significante adquiere mayor importancia o primacía por sobre el significado. ¿Por qué se invierte esta relación? Porque la perspectiva del psicoanálisis considera que el significante p-e-r-r-o puede remitir a una multiplicidad de significados y no a un concepto único. Por ejemplo: “eres un perro” dicho a un jugador o a un cantante; “el perro de mi jefe”, o “tengo fobia a los perros” (en este último caso p-e-r-r-o remite a la historia singular de un sujeto).
Freud comenzó a escuchar en sus pacientes esos significantes que no hacían referencia a un concepto estable ni mucho menos a una realidad única.  Por eso, su visión sobre el lenguaje se diferenció de la perspectiva meramente lingüística. Freud no ha usado exactamente esos términos, ha sido Lacan quien desarrolló los supuestos del lenguaje en el psicoanálisis: el lenguaje ya no se entenderá desde la comunicación o la teoría de los signos lingüísticos, sino desde el poder que el lenguaje o las palabras tienen sobre los cuerpos para generar efectos de mundo, efectos que constituyen el yo y la realidad. El ser humano al nacer es sumergido en el baño del lenguaje: el Otro con mayúsculas. Lacan va a llamar al <lenguaje> el Otro con mayúsculas y lo diferencia del <semejante> que es el otro con minúsculas. El lenguaje (hablado, gestual, escrito, imágenes, otros) se apropia del recién nacido y sexualiza el cuerpo: se le pone un nombre, un apellido, se le habla, y no sólo se le habla, sino que se lo alimenta, se lo abraza, se lo protege con acciones, que pueden ser sin palabras, pero igualmente implican un lenguaje, el lenguaje de las caricias, del contacto; esto también es lenguaje para el humano. Para el psicoanálisis somos hablados, aunque “la ilusión del yo” es que somos nosotros los que hablamos.
Freud escuchó en esos significantes o en esas palabras los “síntomas” de un sujeto singular. Entendió como “síntomas” aquellos significantes que adquirían otros significados del establecido en una lengua y que, en el discurso del paciente, iban plasmando un sentido único y singular. Esas palabras que disuenan, que decimos (aunque no sepamos bien qué decimos), interrumpen la cadena de los significados que se producen conscientemente. Freud llamó a esas interrupciones formaciones del inconsciente: chistes, lapsus, síntomas, actos fallidos y sueños. De acuerdo a esto, el significante tiene que ver con un sujeto. El sujeto queda representado por un significante en relación a otro significante. El sujeto es <falto en ser> (no remite nunca a algo fijo, ni tiene un significado estable). Por eso, los significantes van otorgando significados, van cubriendo esa falta en ser, constituyendo el yo, a través de diversas identificaciones a lo largo de la vida. El Otro del lenguaje, el lugar de las palabras y los sentidos que se produzcan como consecuencia, nunca podrán representar al sujeto de un modo total o completo: siempre se deberá seguir hablando. El inconsciente está en relación con las palabras. Dado que las palabras son ajenas a nosotros, el inconsciente que plantea el psicoanálisis no es lo más interno a nosotros, sino todo lo contrario, es lo más externo. Por eso Lacan dice “el inconsciente es el discurso del Otro”.
De acuerdo a lo anterior, las palabras crean realidad y nos crean en tanto sujetos. Esto puede verse también desde una perspectiva sociológica e histórica, como dice el filósofo francés M. Foucault, somos <sujetos-sujetados>. Estamos sujetados al lenguaje, a las leyes, a las normas, a los valores de nuestra cultura, por eso, podríamos decir que no somos nosotros los que tenemos las palabras, sino que ellas nos tienen a nosotros. Los pensamientos, los sentimientos, son construcciones de las palabras, del lenguaje. Por ejemplo, una mujer del siglo XIX en nuestro país habría estado tomada por el discurso modelo de la época que, por ejemplo, la desvinculaba de la vida política; en cambio, si hubiese nacido en el siglo XXI estaría atravesada por el discurso que la constituye en la igualdad de los derechos políticos sin distinción de género. He aquí el poder del lenguaje, ese Otro con mayúsculas.  

Síntesis sobre el escrito freudiano “Psicología de las masas y análisis del yo”.

  Lic. Ariel Juan Bianconi Quiero comenzar contando la experiencia de una colega con una paciente: la analizante se quejaba de que su mari...